Estos
últimos días de curso, además de excesivamente pesados por mil circunstancias,
las tensiones por no llegar a todo, las correcciones, los papeles, las
reuniones y, por si fuera poco esta ola de calor, hay algo que no por
producirse año tras año, deja de preocuparme, seguramente lo que más. Se trata
de los restos del naufragio, esos alumnos que ya pasan de todo, a los que no
hay quien motive ni anime. Una carga emocional que a mí particularmente me
entristece y deprime especialmente, que me hace pasar unos malos días.
Hoy
repasamos una recuperación. Por las circunstancias del grupo va a ser sencilla
y quedamos en dedicar la primera hora de la mañana a prepararla. Entro a clase
y mientras van llegando, eso de la hora de entrada unos cuantos lo llevan
bastante mal, les recuerdo que tenemos que hacer lo que acordamos el día
anterior. Pido a los que no tienen que recuperar que hagan otra cosa,
cualquiera que no sea molestar a sus compañeros. Comienzan los comentarios
típicos que aunque parezca ciencia ficción se producen a dos días del fin de
curso…
-
Yo
no me he traído los libros.
-
Yo
he traído la mochila llena pero no sé qué llevo, me daba pereza sacar las
cosas.
Y
así un sinfín de comentarios que parecen sacados de una película de humor o de
alguna serie de dibujos animados. Cuando les digo que pueden incluso sacar
algún libro que estén leyendo, me miran con extrañeza, como si les hubiera
dicho que se colgaran del techo a cuatro patas. Uno con ojos desorbitados me
dice que él solo lee dibujos japoneses que vienen subtitulados. Les aseguro que
tal vez, aunque hay mil motivos actualmente para distraerles de la lectura, el
día que la descubran seguramente les puede llegar a gustar.
-
Pues
yo creo que ya ha debido pasar mi día –dice uno de ellos.
Nos
ponemos a trabajar y veo que, de los cuatro que tienen que hacer la
recuperación, uno no ha venido, y otro no saca ni un triste papel. Al decirle
que lo haga…
-
Es
que no he traído nada. A mí me dijo éste que veríamos un documental.
Cuando
le digo que no importa, que lo haga en un papel que le damos, declina la
invitación y tumbándose se queda de brazos cruzados.
Pasamos
la clase trabajando al ritmo de los que van repasando, cada uno individualmente
según sus necesidades. El de antes no para de hablar, como ha hecho todo el
curso, poco después lleva una enorme espiral de un cuaderno doblada dentro de
la boca -¿de cuál si ha venido sin nada?- y sigue molestando a los demás. (Ayer
un compañero mío trajo lazos de hojaldre y a los adultos nos tocaba uno a
medias. Al ir a por el mío él se lo comía a toda prisa con una irónica
sonrisa).
Tras
estas aventuras que vivo día a día, me da por pensar en
muchas cosas. A estas alturas de curso podría revisar mis calificaciones y
seguramente debería estar contento al contemplar el número de aprobados
abrumadoramente mayor, pero a mí lo que me preocupa es este tipo de chicos, los
que quedan por el camino, como decía antes, los restos del naufragio.
Esto
convencido de que en muchas ocasiones vienen ya con un bagaje de casa que deja
mucho que desear, difícil de corregir en las pocas horas que están ante mí,
pero a pesar de todo hay algo que hago mal, estoy seguro de ello. Como muy bien
afirma mi buen amigo Javier Esteve no hay alumnos vagos, sino alumnos a los que
no sabemos motivar. Mientras haya un solo fracaso debo de seguir buscando donde
estoy fallando porque ellos van perdiendo ocasiones vitales y a mí no me gusta
el sabor del fracaso.
Javier
Lozano 16 – Junio -2017
En primer lugar decirte que aunque normalmente no escriba me encanta leerte.
ResponderEliminarYo no pondria la palabra " fracaso"," te dejas la piel con tus alumnos .
Algunos no aprobaran pero estoy segura que la huella que dejas en ellos tambien les sirve para la vida.
Un saludo.