Comienzo
la mañana con buen pie. Un alumno tirado en el suelo se duele como si le
hubiera pasado por encima una apisonadora, dice que le han pegado unos
puñetazos. Al final nada era tan grave la cosa. Solucionado el entuerto pasa el
tiempo una hora más. Siguiente clase, control de matemáticas, casi normal,
simplemente repites la fecha cada dos minutos y respondes a la misma pregunta
unas veinticinco veces (lo que hay en la pregunta 5 entre la primera fracción y
el paréntesis ¿es una multiplicación?) Tercera clase, diluvio emocional matemático.
¡Vamos! cuatro suspenden la evaluación, lloran y por simpatía la mayor parte de
compañeras se solidarizan en lloros y lágrimas inundando la estancia. A mí me
falta poco.
A
partir de ahí la cosa cambia. Dos compañeras me hacen el favor de dar mis dos
últimas clases para que pueda tomar el AVE para Madrid. Mis alumnos prometen
portarse bien en mi ausencia. A la vuelta compruebo que lo cumplieron. También
tienen palabra por si alguien dudaba de ellos.
El
tren comienza su camino dejando atrás lo que más quiero para tratar de echar
una mano allá donde lo necesiten. A mi lado una joven guapa, pero que no dice
una palabra, se queja cuando pasan y le rozan con algún bolso o maleta y al
bajarse ni dice adiós. A la vuelta tuve más suerte, una chica con bastante educación
me cuenta con ilusión el motivo de su viaje.
En
la estación de Atocha me espera una buena amiga con la que comparto el poco
tiempo que queda alrededor de un bocata y una cerveza. Me acompaña al metro
para que no me equivoque y cuando llevo varias paradas veo que me ha metido en
sentido contrario. ¿Amiga he dicho? Sí, es broma, todos nos equivocamos alguna
vez. Consigo enderezar el rumbo y al fin llego donde me esperan dos
encantadoras personas que son las que me invitaron a ir para participar en las jornadas.
Al
fin llego al lugar con el tiempo justo y me encuentro ante un grupo de gente
desconocida y expectante. Son los docentes que esperan a que les cuente algo
que poder hacer con sus alumnos en clase si tienen Síndrome de Tourette, pautas
que les servirán con el resto de alumnos también. Comienzo y, en pocos minutos,
puedo comprobar en sus caras signos de aceptación, sonrisas que muestran
complicidad, comentarios que demuestran que si están allí voluntariamente es
por algo, por un interés tristemente fuera de lo habitual, un gusanillo por
hacer la vida de nuestros alumnos mejor y más feliz y, por extensión, la de sus
familias que tanto nos necesitan. Son tres horas de curso y se pasan volando compartiendo
ideas y también risas porque la educación no es algo triste sino vivo que tiene
que ayudarnos a que nuestros alumnos, vengan como vengan a nosotros, salgan
siempre con una amplia sonrisa.
Al
final me llevan a la estación donde tomo el AVE de vuelta a casa para llegar
justo casi a dormir porque, por mucho que he tratado de exprimir el día, no he
podido arrancarle ni un segundo más. La experiencia inolvidable, el trato
excelente, como en todos los lugares a los que voy. Si es posible repetiremos
en más lugares de Madrid. Eso sí, la próxima vez antes de subirme al metro me
aseguraré de ir en la dirección correcta, la que debemos tomar siempre que
trabajemos por los chicas y chicas que tenemos en clase porque lo agradecen y
además de corazón.
Javier
Lozano 3 - diciembre - 2016
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