Todavía recuerdo
mis años escolares, lúgubres por los tristes pasillos vacíos por los que solo se veía pasar muy de vez en cuando algún que
otro ser con sotana, duros, por las bofetadas que estaban a la orden del día ante cualquier
palabra al compañero o mirada a un lugar del aula prohibido, absurdos, por estar
permitido solo lo que las estrictas normas de la época consentían en una
estrechez de miras propias de una educación rancia y caduca ya en aquel
momento, donde los valores que hoy se tratan de fomentar eran muchos de ellos
incluso mal vistos. Aquellos años escolares de tirón de orejas, bofetada con la
mano abierta sobre la cara del alumno o el castigo de rodillas o cara a la
pared ya pasaron a la oscura historia de una educación que nunca debió
permitirse ir por tan oscuros derroteros.
Hoy
vivimos otra historia educativa totalmente distinta, donde la educación
propiamente dicha nada tiene que ver con aquella que a mí me tocó sufrir llena
de miedos y angustias, en la que muchos de los adultos de hoy nos formábamos
bajo el miedo. Yo siempre digo a mis alumnos que quiero ser para ellos el
profesor que o nunca tuve, y eso que recuerdo un par de los que dejan huella,
no cicatrices y de los que guardo un agradable recuerdo.
Lo
que ayer eran prohibiciones, hoy son excesos, lo que antes frenaban duros
golpes y humillaciones, hoy no lo pueden frenar las palabras. Antes una mala
postura en el pupitre se arreglaba con un grito o un castigo, hoy se intenta
con una explicación sobre el daño que produce en la columna, pero eso parece no
servir porque el miedo que salió del aula no dejó entrar a la razón y se busca
una vez más pasar al momento siguiente sin más, olvidando los consejos,
obviando las más elementales norma de convivencia.
El
silencio, que antes se imponía por la presión que imprime la obligación, hoy ha
desaparecido. Seguramente una desaparición propiciada por la falta de lo que
llamamos límites, algo difícil de establecer puesto que en la escuela son
difíciles de imponer desde la razón en muchos casos, demasiados, cuando en la
familia no existen o la permisividad roza la sobreprotección que hoy se traduce
en problemas escolares y enfados, traduciéndose a corto plazo en problemas
familiares, especialmente en la adolescencia, para pasar a otros mucho más
graves años después, además de otros externos tanto académicos y laborales como
legales.
Hoy
los chicos, como muchos otros días, entran al aula hablando de sus cosas. Hasta
ahí bien, pero una vez dentro no son capaces de distinguir que el espacio que
ocupan es un lugar de estudio, tal vez no vieran en la tele el capítulo de
Barrio Sésamo que enseñaba lo de dentro y fuera. Les explicas que hay que
empezar y esa advertencia, educadamente hecha, no tiene ni el más mínimo
efecto, cuando en los tiempos pretéritos referidos antes bastaba una mirada,
amenazante pero mirada al fin y al cabo.
¿Qué
hemos perdido en estos años? No se ha producido, como habría sido deseable, una
transición en la que además de conservar el respeto hacia los demás, no se
perdiera la sonrisa y la alegría con la que los jóvenes entran a clase
contándose sus cosas. Cuestión de límites, pero ¿quién marca esa línea que
debería haber dejado bien clara esa transición? Una vez más, en vez de echar la
culpa a ese ente llamado sociedad, pensemos que ahí estamos todos y que debemos,
como siempre deberíamos haber hecho, trabajar conjuntamente para que estas
situaciones cada día vayan encauzándose.
Recordemos
que poner límites es educar desde el nacimiento, desde el primer suspiro de la
existencia, a veces incluso antes de nacer, para que luego, aprendiendo a
valorar lo que es y lo que tiene delante sea capaz de sonreír y ser feliz
ayudando a conseguir que los demás también lo sean. Solo consiguiendo una
visión global de su felicidad y de cómo conseguirla bajo el respeto a cuantos
conviven con él, lograremos que su día a día valga la pena y forme parte de ese
mundo feliz que todos añoramos.
Javier
Lozano, 18 - noviembre - 2016
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