Estos
días he tenido los últimos controles de la evaluación, esos que yo mismo
denominé como vomitivos, académicamente hablando, por aquello de que solo sirven
para que el alumno eche sobre el papel todo aquello que ha podido engullir en
los días que ha durado el tema en cuestión, ya sabéis, explicación y ejercicios
sobre lo explicado.
Cuando
empezó el primero una chica se movía entre la ansiedad y nerviosismo. Lo sé
porque trabaja mucho, se prepara y trata de aclarar conmigo o con quien sea necesario
todo lo que no entiende. Traté de tranquilizarla acercándome a ella para que no
se preocupara tanto, ya que el trabajo de verdad, el del día a día y con un
gran esfuerzo, ya estaba hecho. Ella aun así siguió haciendo todo lo posible
por hacer todo bien.
Al
finalizar la clase irrumpió con fuerza otro llanto. Un chico de características
similares que después del recreo seguía sollozando en el aula consolado por la
profesora de esa otra hora. Yo tenía una madre y no pude quedarme con él.
Poco
más tarde, ya con mi grupo, volvía a repetirse algo similar. Os puedo asegurar
que nunca me había pasado y menos en esta cantidad. En este último caso tal vez
tenga algo más que ver el miedo a lo que está por venir en casa que al propio
momento del control.
Ante
tanto lloro innecesario me he acordado de las famosas lágrimas de cocodrilo,
esas que se sueltan más por dar pena o evitar consecuencias no deseadas, que
por sentimiento de verdad, de corazón. En cualquier caso tras las lágrimas de
un alumno siempre hay algo que las motiva, unas veces es el miedo al fracaso tras
el trabajo realizado, pero en muchas otras estoy constatando tristemente que
hay una exigencia de los padres que no se corresponde con el proceso que
deberían llevar a cabo con el alumno, con su hijo. Suelo decir claramente lo
que pienso siempre de mi profesión y de todos aquellos que la ensucian con su
mala o escasa profesionalidad, pero es que algunos padres a veces, como suele
decir mi madre, es que también “se las traen”.
Un
padre puede y debe exigir a su hijo, siempre teniendo en cuenta sus
capacidades, pero para que esa exigencia sea justa debe haber, también desde
sus capacidades como padres, un trabajo previo que muchos no hacen, a veces por
desconocimiento, otras muchas, la mayoría, por dejadez.
¿Es
lógico, e incluso natural tener miedo a los padres? ¿No deberían dar confianza
e imprimir seguridad? ¿No deberían estar para apoyar y acompañar en los
momentos difíciles? Claro que el alumno muchas veces sabe que no ha hecho lo
posible, pero sus padres ¿Han sabido motivarle y animarle lo suficiente? Porque,
como comentaba con algunos compañeros ponentes en el Curso de Extensión
Universitaria de la UNED en Ponferrada hace unas semanas, no hay alumnos vagos,
sino faltos de una motivación que tal vez no sepamos darles.
Deberíamos
de una vez unir fuerzas entre unos y otros, una línea siempre abierta y
bidireccional familia-escuela, profesor-padres de manera que en ambos lugares
el alumno se sienta protegido y apoyado, con un exigencia y unas normas
coherentes que le permitan trabajar con una cierta seguridad y una motivación
que le ayude a ser feliz con lo que hace de manera que en vez de lloros haya
más sonrisas y en vez de fracasos, los errores, lejos del miedo generen motivos
para seguir mejorando.
Javier
Lozano 8 – Marzo - 2016
Cuanta razon tienes Javier, como pueden algunos padres pedir a sus hijos Notables y excelentes si no ayudan nunca a sus hijos solo ñes dicen... premios por sacar las mejores notas...bueno es mi punto de vista...yo intento estar cerca cuando trabaja y ver si le puedo dar herramientas o maneras para buscar lo que necesite...al menos si no le va bien intento tener un porque...averiguar que le paso si se bloqueo o que...gracias, Javier..
ResponderEliminarMuchas gracias Paqui. Sigue así, ese es el camino correcto.
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