Llega
como empujado por su mochila, que le persigue medio colgando, y con sus
gafillas nuevas que desde hace unos días le dan un aire distinguido e
intelectual. Avanza hacia la puerta del aula y me saluda con esa sonrisilla
sincera que deja entrever unas pequeñas palas que asoman entre sus “buenos días
Javier” cuando atraviesa el umbral de la puerta.
Una
vez dentro, y tras controlar el espacio que tiene ante sí con esa mirada que lo
dice todo, suelta su pesada carga y corre a las perchas a colgar su abrigo para
luego, en un abrir y cerrar de ojos, aparecer justo en la esquina contraria de
la clase donde se parte de risa conversando con uno de sus compañeros.
Son
aún las ocho de la mañana y muchos aún arrastramos el sueño en nuestros ojos. Nos
miramos y basta ese instante para que recuerde que en unos segundos, lo que me
cueste organizar mis cosas para empezar, debe estar sentado. Es lo que tiene el
lenguaje de complicidad de las miradas entre dos personas que se conocen bien.
Va a su sitio y se sienta.
Comienzo
la clase con él a mi derecha, bien sentado y relajado esperando a que todo siga
su curso. Cuando vuelvo la vista después de observar el aula en su conjunto y
al resto de compañeros, que de todo hay también, veo que ya está con su mirada
de pillín contactando con su compañero de antes. Miles de idas y venidas
visuales han pasado por delante de mí sin poder hacer nada y sin darme casi
cuenta. Le miro, me mira, sonríe, le sonrío y le hago ver que tiene que tratar
de dominarse un poco más porque yo sé que le cuesta mucho y él es consciente de
que estoy en ello para ayudarle a conseguir mejorar.
La
clase avanza y él vuelve a sus miradas, a su sentarse de medio lado, a sus
cosas, pero entre ellas, entre aviso y aviso va poco a poco avanzando en la confección
de su cuaderno, haciendo algunos ejercicios, e incluso de vez en cuando me
llama o viene a mí para decirme que no entiende algo, se lo explico y lo pilla
al vuelo.
Esto
se repite una clase sí y otra también. Hemos hablado cara a cara, sonrisa a
sonrisa mil veces y otras tantas ha vuelto a caer en los mismos despistes, pero
me asegura que lo está intentando y que lo va a conseguir. Al final, el curso
va pasando y al ver sus primeras notas de evaluación compruebo con una extraña
sensación que no sabría muy bien cómo explicar que no ha aprobado ninguna de
esas asignaturas de las que la gente llama difíciles porque hay que memorizar
más, pero sí que ha aprobado matemáticas, la mía.
Es
en ese momento cuando en mi memoria se repiten una y otra vez algunas frases que
siempre me ha alegrado oír de sus labios como “es que tú me ayudas y no me
gritas” o “es que tú me entiendes” mientras me sigue regalando su eterna y pícara
sonrisa de auténtico TDAH.
Javier
Lozano 17 – Enero - 2016
Guau!! Me recuerdas a unos de mis profesores del EGB, me llamo Laura y tengo TDAH en adultos más una preciosa niña de sonrisa pícara que precisa un profesional cómo el que reconozco en ti y el profesor que con calma sacó a luz parte de mi potencialidades. ..Gracias por existir y concienciar a profesionales de la enseñanza para contemplar y tratar a personas con nuestras características. .. Un saludo entrañable
ResponderEliminarMuchas gracias por todo lo que me dices. Simplemente me gusta hacer mi trabajo lo mejor posible por el bien de cada uno de estos críos. Seguiré por el mismo camino siempre y si me necesitas ya sabes dónde puedes encontrarme. Besos Laura
ResponderEliminarUn nudo en la garganta, se me hizo, los ojos humedecidos...recordando tardes de no saber como iba a ir encajando todo, ante tantos cambios...gracias..me recordo a mi hijo, segun alguna maestra de las que ha tenido..hara ya tiempo de esto...
ResponderEliminarMe encanto, aunque se me hizo un nudo en la garganta, pensando en mi hijo...cuando me dice que tiene profesores con los que conecta mas que con otros....
ResponderEliminarMuchas gracias Paqui, seguro que tienes un hijo maravilloso y que tú haces siempre un trabajo increíble con él. Besos
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