El
silencio reina en el aula. Sólo el clic, clic, clic de las teclas de las
calculadoras y de los bolis que caen en la mesa para ser sustituidos por otros
de distinto color alteran el momento de plácida calma. Sus caras muestran
concentración, incluso la de aquellos que jamás hicieron el mínimo esfuerzo por
adentrarse en el tema recién finalizado. ¿Qué pasará por estas cabecitas ahora?
Delante de mí un alumno juguetea con su calculadora, introduce números en ella
y mira y remira el papel, gesticula con sus labios y mira por encima de sus
gafillas, pero es puro teatro, una forma de pasar el tiempo sin aburrirse más
de lo conveniente hasta la hora de salir al recreo. Al final, un estruendo
rompe el silencio por unos segundos. La calculadora por un lado y su tapa por
otro ha resbalado de sus manos y han dado sobre la mesa. Todos miran un segundo
y vuelven a su papel.
Cada
poco tiempo noto miradas de complicidad hacia mí. Nos llevamos bien y tratan de
decirme con la expresión de esas miradas cómo va la cosa. Una chica, que parece
haber terminado prematuramente, me observa y nos sonreímos. Le hago un gesto y
me confirma que ha terminado todo y, con un leve movimiento de cabeza, me dice que
todo bien. Ya veremos pienso yo y confío en que sus previsiones sean acertadas
mientras la gente que ha trabajado bien y con interés el tema sigue concentrada
en sus cálculos. Algo no me cuadra.
Un
chico se levanta y viene hacia mí para consultar, más que una duda, una
carencia. ¡Hay que estudiar más! Bueno, ¡hay que estudiar! Me enseña su obra de
arte inacabada y me pregunta si lo que él marca con su dedo es la generatriz de
un cono. Le digo que sí y le ayudo a que lo tenga algo más claro indicándole yo
el elemento con exactitud, mientras le señalo una fórmula mal puesta,
incompleta más bien. Le pregunto si está seguro. Comienza a poner cosas y al
ver mi cara las va borrando. Al final le digo que lo piense bien en su pupitre
y que conteste todo lo que sepa del resto del examen porque no quiero que tire
por la borda el trabajo realizado los días anteriores en que he conseguido
engancharle al tema. Creo que lo lograré con él en esta ocasión.
El
tiempo va pasando y el que jugaba con la calculadora ya está medio tumbado. La
gente que va terminando, tras haber hecho su trabajo de verdad, me mira y me
regala una leve sonrisa. El resto, ya busca la complicidad con la mirada de
otros en sus mismas condiciones de indigencia académica e incluso alguno con
algún sonido busca el protagonismo que no consigue sin su esfuerzo.
Así,
desde que la escuela es escuela, van pasando los minutos de un examen
cualquiera en el que cambian los contenidos, pero no la forma de controlar el
aprendizaje en este sistema educativo donde el estudiante debe volcar en un
papel lo que ha metido en su cabeza días anteriores. ¿Cuánto queda dentro?
Seguramente dependerá de nuestra forma de hacer las cosas, el interés que
hayamos conseguido despertar en ellos y la motivación que sus progenitores
hayan logrado en ellos. ¡Complicado!, ¡Muy complicado!
Javier
Lozano 20 – mayo - 2015
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