Esta
mañana, alrededor de las doce del mediodía, regresaba en el bus urbano tras
asistir a la consulta del oftalmólogo. En la parada donde me he subido iba bastante
vacío. Una más allá ha comenzado a subir más gente, una madre con un par de
pequeños, chico y chica, a los que ha colocado en sendos asientos de los que no
se han movido en todo el recorrido, alguna que otra persona más mayor y un
nutrido grupo de lo que yo llamaría cariñosamente “adolescentes tardías” que
literalmente me han acorralado en la zona especialmente reservada para personas
con sillas de ruedas, en ese momento vacía. Rondarían los cuarenta, año arriba,
año abajo, más arriba que abajo.
He
oído comentar algo del cementerio, así que debían ir a un velatorio, entierro o
funeral al complejo funerario que hay en la parte alta de mi barrio. Esa
parecía haber sido la excusa perfecta para juntarse y poder recordar sus cosas,
pues el jolgorio que han montando ha sido mayúsculo. Todo el mundo las miraba y
comentaba cosas con el acompañante de al lado en voz baja, e incluso un tipo
con pinta de cascarrabias ha gruñido al pasar cerca de ellas porque le molestaban
a su paso. Yo he pensado que estos momentos son un buen pretexto para que la
gente se junte y comparta sus vidas, esos que siempre buscamos y que casi nunca
el ajetreo que llevamos nos deja tener. Aún así, puedo asegurar que al bajar me
dolía un poco la cabeza.
Como
me gusta observar cuanto discurre a mi alrededor, he ido dando vueltas a
algunas cuestiones similares que yo vivo constantemente cuando salgo con mis
alumnos de viaje. Recuerdo muchos de ellos, con menos jolgorio que ese, a
lugares como Port Aventura o al Pirineo, e incluso a un lugar cercano de
convivencias del que nos separan unos diez kilómetros desde la Escuela y las
quejas del chófer en alguna ocasión, no todas, han sido monumentales. En otras
no, que han sabido estar mejor, más callados o los chóferes han sido más comprensivos
porque han sido capaces de mirar por el retrovisor de cortesía, el que permite
ver el interior del vehículo y se ha dado cuenta de que lo que llevaba con él
era un puñado de adolescentes en un día muy especial para ellos en el que se
iban de excursión fuera del centro.
¿Qué
habría pasado si en vez de las trece mujeres que yo he contado, hubieran sido
trece adolescentes de los de verdad? ¿Habría sido igual la reacción de la gente
que iba en el autobús? ¿Sus comentarios habrían sido con el acompañante de
asiento en voz baja? ¿El señor que pasaba simplemente habría refunfuñado? ¿Cómo
habría reaccionado el chófer en esta ocasión? Tal vez, como he dicho en muchas
más ocasiones, tenemos que aprender a mirar de otro modo. Yo lo he hecho y eso
que venía del oftalmólogo con un ojo algo chungo. Recordando aquellos años
nuestros de adolescencia o a nuestros adolescentes cercanos, podemos ayudarnos
a hacerlo. ¿Nadie recuerda una situación de estas en su día? Seguro que merece
la pena contarla a la gente que no tiene esa capacidad de mirar así.
¡Vaya!
Y mira que me hice el firme propósito de desconectar de mis chavales. Pero si
no puedo, lo llevo en la sangre.
Javier Lozano
09/07/2014
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