jueves, 31 de julio de 2014

Un viaje al ayer


Siempre que tenemos vacaciones pensamos en viajes que nos transporten más allá de nuestra vida diaria, que nos hagan olvidar el día a día que nos oprime y encorseta durante todo el año hasta el punto de asfixiarnos. Este año mis vacaciones empezaron atándome a la ciudad por diversas razones y hubo que amoldarse a ella, a  las circunstancias que la vida te ofrece sin tener la delicadeza de darte la opción de elegir. Han ido pasando los días y parece que el abanico de posibilidades se ha comenzado a abrir. Por fin los astros han comenzado a girar de forma distinta y he conseguido escaparme. Ayer me invitaron a un viaje muy especial al que no se suele poder ir habitualmente. Un paseo por el ayer.

Al abrir la puerta, el olor de la casa concentraba meses, incluso años de soledad. Cada una de sus estancias, espacios semivacíos, rezumaban la tristeza que gotea de los recuerdos, de fotos que con miradas en el infinito nos contemplan desde aquel día en que alguien eternizó ese instante que hoy roza la inmortalidad en un color amarillento que solo da la luz persistente o el fondo de un cajón repleto de papeles de todo tipo.

Un detenido paseo por sus habitaciones muestra el mismo deterioro que sufren las ilusiones. Imagino a María y Manolo, los padres de la amiga que nos ha invitado a ese viaje tan especial a su infancia, recolectando ese puñado de recuerdos que hoy duermen en el olvido de cada cajón, de  las estanterías, mecheros, figuritas de todo tipo y material, un puro enorme, descomunal que vino de las islas afortunadas, el fragmento de la cadena de un reloj y tantos otros vestigios de un ayer entre olvidado y añorado.

En la habitación del fondo duermen abandonados libros de texto y cassettes de los que hacían más llevaderos los largos viajes por las antiguas carreteras nacionales de Seiscientos, Ondines y otras reliquias automovilísticas. Mientras mis ojos se centran en un libro de lectura, un grito de alegría llena el lugar. Ana grita en una vuelta a su lejana infancia reflejada en su sonrisa: "la muñeca de mi primera comunión". Poco a poco desandamos el pasillo que nos devuelve a la puerta de la casa. Mientras, nos preguntamos cuántas veces usó María  la vajilla nueva de las ocasiones especiales que sigue tan nueva como olvidada.

Salimos todos intentando encontrar respuestas a tantos interrogantes que los retazos abandonados por el suelo, camas y cajones habían puesto ante nosotros. Silencio y miradas hacia atrás en el espacio y en el tiempo. La escena la completaba yo con un libro bajo el brazo regalo de mi visita, tal vez alguien lo dejó para que hoy yo lo adoptara para siempre, porque trata de un rey del Sobrarbe, esa tierra altoaragonesa que tanto me gusta.


                      Javier Lozano, Madrid, 30 – Julio – 2014

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