Hace algo más de un mes llego a
mis manos un objeto curioso, sorprendente, pero sobre todo misterioso. Los
amantes de los regalos deslumbrantes por su brillo, precio, etc. no lo
entenderán, pero para mí, uno de los mejores. En primer lugar porque me lo
traían mis hijas y sus acompañantes de Berlín con todo el cariño porque saben
lo que me gustan las cajitas de todo tipo y tamaño –manías que tiene uno- a donde habían ido a pasar unos días para ver
a su prima y al novio. Este motivo era más que suficiente, pero había otro.
La
cajita asomaba entre un buen puñado de fotos antiguas en blanco y negro
desprovistas de su intimidad en un mesa totalmente impersonal y plagada de
otros cachivaches en un mercadillo en el que abundaban los objetos antiguos.
Desde
que cayó en mis manos la he mirado fijamente muchas veces y mi mente ha viajado
en el espacio y el tiempo, tratando de imaginar a su dueño sacando de ella el
tabaco que contuvo en algún momento. En realidad lo que más me intriga es cuál sería
su uso posterior y en qué lugares estuvo en aquella Alemania en la que todos
pensamos al recordar lo que la historia nos contó de aquellos trágicos años
dónde la vida tenía tan escaso valor para algunos. ¿Serviría para extraer
tabaco mientras el que fumaba pisaba fuerte con sus botas el suelo embarrado mientras
paseaba entre el hambre y la suciedad? o tal vez ocultaba en algún escondrijo
secreto, a la sombra de la muerte, la pertenencia última de quién estaba a
punto de asomarse al abismo. Nunca sabré si esas pequeñas cositas que desprende
son restos en forma de óxido o una metáfora trágica y dolorosa de su último
portador.
Lo
único que tengo claro es que este magnífico regalo, esta cajita misteriosa, no
es mi cajita de las sonrisas, la que perdí hace tiempo y que no consigo
encontrar.
Javier
Lozano 10/04/2014
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