Ayer
volví a disfrutar una vez más de la satisfacción de pasar un rato con alumnos
que hace ya muchos años, más de veinticinco algunos, pasaron por mis aulas. Un “guasap”
te apremia a buscar un momento en el que tomar una cerveza juntos, luego una
sonrisa y unos ojillos con un brillo especial hacen del encuentro algo
entrañable y de ahí se pasa a la conversación. En ella te recuerdan desde su
perspectiva momento vividos codo a codo de los que la mente, utilizando ese
proceso de selección tan natural como necesario, deja a un lado los momentos
malos para centrarse en otros que han ido construyendo una existencia. Porque
malos, estoy seguro que habría, eso tiene que ser lo normal.
Unas
palabras, todavía sobre la primera cerveza, me transportaron a un estado de
euforia pedagógica complicado de explicar, y más venido de una persona que hoy
vive el mundo de la formación de jóvenes. Ella le decía a su hermano, también habitante
de aquellas aulas ya desparecidas sólo en el tiempo… “yo siempre me acuerdo que con él daban ganas de aprender”. Yo,
incrédulo y a la vez en mi nube, traté de indagar en el por qué de aquella
preciosa afirmación, consciente de que había conseguido despertar cierto interés
en mis alumnos por aprender, abrirles los ojos al mundo que les rodeaba.
El
hermano, comenzó a enumerar ejemplos que ni yo casi recordaba con nitidez
porque el tiempo los dejó algún día en un rincón de mi memoria. Contaba cómo yo
había guardado en una minúscula cajita de cartón una lagartija pequeñaja que
había muerto en el terrario que había construido para ellos en mi casa, para
que un tiempo después pudieran ver y estudiar su esqueleto. Salió ¡cómo no! el “Día
del animal” que yo creé. Invité, o incité ya no lo tengo muy claro, a cada niño
de aquél sexto de la antigua EGB, a que trajera de su casa un animal, excepto
alguno que pudiera ser muy grande o peligroso. La experiencia fue inolvidable.
A los pocos minutos estábamos dando clase con total normalidad. La estrella fue
un ganso enorme que deambulaba por el aula y que al verme hablando, se ponía
frente a mí y estirando su cuello, como para ponerse a mi altura, lanzaba su
graznido, aquel “on, on” que resonaba
por toda la estancia mientras algún que otro hámster entraba y salía de las
mochilas.
También
salió el experimento que hacíamos calentando agua en una lata de aceite de
coche para comprobar posteriormente, al taparla una vez apagado el fuego tras
hervir”, el efecto de la fuerza de la gravedad sobre el vacío que se producía
dentro de ella, aplastándose sin que nadie la tocara, el del yogur que fabricábamos
en un tambor de polvo de lavar de aquellos de cartón con una manta, que merendábamos
al día siguiente cuando ya estaba bien hecho, y así unas cuantas actividades
que, cómo me decía, hoy no nos permitirían hacer por aquello de la seguridad.
La
verdad es que momentos como los que estoy viviendo con estos “chicos” que rondan
ya los cuarenta son los que, como siempre digo, dan sentido a mi vida de
docente y que confirman que aquello que yo sentía desde muy pequeño era
realmente vocación.
Javier
Lozano 22/03/2014
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