sábado, 22 de marzo de 2014

Las ganas de aprender


 Ayer volví a disfrutar una vez más de la satisfacción de pasar un rato con alumnos que hace ya muchos años, más de veinticinco algunos, pasaron por mis aulas. Un “guasap” te apremia a buscar un momento en el que tomar una cerveza juntos, luego una sonrisa y unos ojillos con un brillo especial hacen del encuentro algo entrañable y de ahí se pasa a la conversación. En ella te recuerdan desde su perspectiva momento vividos codo a codo de los que la mente, utilizando ese proceso de selección tan natural como necesario, deja a un lado los momentos malos para centrarse en otros que han ido construyendo una existencia. Porque malos, estoy seguro que habría, eso tiene que ser lo normal.

Unas palabras, todavía sobre la primera cerveza, me transportaron a un estado de euforia pedagógica complicado de explicar, y más venido de una persona que hoy vive el mundo de la formación de jóvenes. Ella le decía a su hermano, también habitante de aquellas aulas ya desparecidas sólo en el tiempo… “yo siempre me acuerdo que con él daban ganas de aprender”. Yo, incrédulo y a la vez en mi nube, traté de indagar en el por qué de aquella preciosa afirmación, consciente de que había conseguido despertar cierto interés en mis alumnos por aprender, abrirles los ojos al mundo que les rodeaba.

El hermano, comenzó a enumerar ejemplos que ni yo casi recordaba con nitidez porque el tiempo los dejó algún día en un rincón de mi memoria. Contaba cómo yo había guardado en una minúscula cajita de cartón una lagartija pequeñaja que había muerto en el terrario que había construido para ellos en mi casa, para que un tiempo después pudieran ver y estudiar su esqueleto. Salió ¡cómo no! el “Día del animal” que yo creé. Invité, o incité ya no lo tengo muy claro, a cada niño de aquél sexto de la antigua EGB, a que trajera de su casa un animal, excepto alguno que pudiera ser muy grande o peligroso. La experiencia fue inolvidable. A los pocos minutos estábamos dando clase con total normalidad. La estrella fue un ganso enorme que deambulaba por el aula y que al verme hablando, se ponía frente a mí y estirando su cuello, como para ponerse a mi altura, lanzaba su graznido, aquel “on, on” que resonaba por toda la estancia mientras algún que otro hámster entraba y salía de las mochilas.

También salió el experimento que hacíamos calentando agua en una lata de aceite de coche para comprobar posteriormente, al taparla una vez apagado el fuego tras hervir”, el efecto de la fuerza de la gravedad sobre el vacío que se producía dentro de ella, aplastándose sin que nadie la tocara, el del yogur que fabricábamos en un tambor de polvo de lavar de aquellos de cartón con una manta, que merendábamos al día siguiente cuando ya estaba bien hecho, y así unas cuantas actividades que, cómo me decía, hoy no nos permitirían hacer por aquello de la seguridad.

La verdad es que momentos como los que estoy viviendo con estos “chicos” que rondan ya los cuarenta son los que, como siempre digo, dan sentido a mi vida de docente y que confirman que aquello que yo sentía desde muy pequeño era realmente vocación.


Javier Lozano      22/03/2014

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