Todas las
personas que nos dedicamos en cuerpo y alma a esto que llamamos enseñanza
sabemos que educar es algo más que llenar de conocimientos la cabeza de
nuestros alumnos y alumnas. Aún más, ni tan siquiera desarrollar capacidades
o fomentar actitudes y demás cuestiones de
vital importancia para el desarrollo de la persona. No digo que no sean
importantes, pero hay algunas otros aspectos de la persona que no debemos
desatender. ¿Qué os parece si os digo que me refiero al plano afectivo, a su
autoestima, etc.? Sí, a todas esas cosas que quizá se vean menos pero que están
más a la vista que ninguna de las anteriores formando parte de la propia
idiosincrasia de la persona, de ese chico o chica adolescente como suele
ocurrir en mi caso.
Esta
semana, el lunes, comenzó con un regalo. Como lo leéis, un regalo a las ocho de
la mañana cuando todavía no había abierto los ojos casi más que para tomar un
café con leche a toda prisa y cuatro galletas integrales, cuando me venía justo
para cruzar la ciudad para llegar conduciendo mi coche hasta el aparcamiento de
al lado de la escuela.
Cuando
atravesé la puerta de entrada todo era paz, una tranquilidad que dura escasos
segundos, los que tarda en sonar un breve ding dong. Poco después, cuando me
dirigía a abrir el aula donde iba a tener la primera clase con mi grupo
especial y empezaba a girar la llave para abrirla, noté que alguien venía con
prisa, con la premura que imprime la ingenuidad en la cara de un niño que
quiere sorprender a alguien y que parece que el tiempo se le va a agotar sin
conseguir su objetivo. Me volví y comprobé que venía correteando tras mis pasos
al verme pasar. Su sonrisa le delataba mientras, casi al vuelo, iba abriendo su
mochila repleta de libros y cuadernos. “Te he traído un bicho” me dijo. ¡¡¡Socorrooooo!!!
No era la primera vez que me hablaba de decenas de seres que pululan por su
habitación para “alegría” de su madre. Tarántulas, ciempiés y bichos de esos
que serán de Dios o de quien sean pero que a mí me dan una cosa…
Metiendo
la mano a duras penas entre todos los cachivaches que había en su mochila, me
dijo que ésta vez no estaba vivo, pero aclaraba que tampoco muerto. Yo, más
desorientado que aquel pobre ser que había viajado hacía mi entre la vida y la
muerte perdido por el interior del macuto de un estudiante como aquél, contuve
la respiración, hasta que al incorporarse me ofreció entre sus manos una ostra,
la que os muestro en la foto. Su cara reflejaba satisfacción, pero sus palabras
se atropellaban para contarme cómo él mismo, buceando en la playa el fin de
semana, la había conseguido arrancar de unas rocas para mí. ¿Os imagináis lo
que es que te digan eso? ¿Que un alumno lejos de la agobiante escuela se
acuerda de ti? Unos días antes yo había tenido que dar la cara por él fuera del
centro porque se había metido en un buen lío, pero ya otras veces se había
portado así conmigo. Hoy al terminar la clase ha venido y me ha dado un
caramelo, otros días me recibe, como otros alumnos míos con un abrazo, pero aún
así siempre se quedan algo, porque cuando se me acercó para poner su ostra en
mis manos me repitió que era para mí, pero con una carita que lo decía todo
añadió… “¡Ah! Pero la perla me la he quedado yo”.
Él
no sabe que la perla, que nunca existió en el interior de aquel bicho, es el
cariño que me muestra cada día y que quedará para siempre en mi recuerdo y en
mi corazón por encima de todos los problemas que me crea a diario. Es el premio
a nuestro trabajo diario por ellos, ese que entenderán dentro de algunos años.
Mientras tanto seguiremos recogiendo perlas aunque no nos traigan alguna vez el
bichito que en cuestión de debería guardarlas dentro.
Javier
Lozano 12/03/14
Me encanta Javier. Estas son las cosas por las que merece la pena vivir
ResponderEliminarPor esto y por ver más de veinticinco años después como aquella niña que eras se ha convertido en una gran mujer, una persona excelente. Eso me anima a luchar para que los alumnos de ahora en unos años consigan lo que tú has logrado ya. Besos Isabel
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