lunes, 21 de octubre de 2013

Libros, arte y olvido

Toda la estancia estaba impregnada por una mezcla de olor a papel amarillento, humedad de edificio viejo y tristeza agazapada por sus rincones a partes casi iguales. Ni los setenta y cinco años de historia de la tienda, ni el amor a los libros y a las láminas de arte de su dueño han bastado para frenar la violencia de esta crisis que nos envuelve en su imparable avance demoníaco.

Desde las estanterías los libros miraban como pidiendo que alguien los sacara de su decadencia, apoyados unos a otros como si la edad no les permitiera ya seguir erguidos igual que está en las librerías modernas e hiperiluminadas el último bet seller de la temporada. En la otra parte de la tienda montones de láminas, ordenadas por tamaños casi todas, esperaban a ser elegidas por alguien que quiera compartir con ellas su casa, su cuarto, su corazón.

Sin más compañía que el librero entrado en años y ojeroso de pura tristeza por el final de su pequeño refugio hemos recorrido, más con el corazón que con la cabeza, los cientos de libros ofrecidos cada uno por un solo euro. La mayoría ajados por el paso del tiempo, como golpeados por las saetas en casa paso al girar en las esfera de su propia inquietud. Al final de todos ellos hemos rescatado a tres, más por dolor de corazón que por afán literario, porque si por eso fuera… Las láminas nos contemplaban igualmente como alargando sus colores y tonalidades para hacernos llegar con ello su angustia existencial, sus guiños para escapar del decrépito lugar. De una caja asomaban unos cuerpos gordezuelos de Botero y hemos salvado unos cuantos para poner… no sé aún en qué lugar…

Cuando casi ya me dirijo a la salida con el dueño para pagar, una dulce carita me sonríe desde la distancia de muchos años. Un par de fotos color sepia están a los pies de un grabado de Semana Santa. Las tomo en mis manos, atraído por esa mirada que fue angelical hace muchos lustros y que hoy sigue destilando dulzura entre el olvido y la soledad. El dueño, ante mi sorpresa y mi avidez por libros y láminas, me dice que me la regala. Poco después apoya sobre una mesa antigua con el lugar los rescatados tesoros y los cuenta a mitad de precio de lo que marcaban pero, como si también él se hubiera cansado de contar, me dice que con veinte euros es suficiente, eso sí, en voz baja como para que los objetos no se sientan despreciados en la quietud de sus estanterías.

Hemos quedado en volver antes de que en una semana el mecanismo de un simple candado dé al traste con tres cuartas partes de siglo de cultura, literatura e ilusiones. Hemos salido con un sentimiento contradictorio que nos acompañará seguramente toda la vida cuando volvamos a pasear por estas calles cercanas a la basílica del Pilar. Muchas horas de lectura y de contemplación de obras de arte, de historias olvidadas y de escenas perdidas han quedado atrás al cerrar aquella puerta con su chirrido de puerta antigua y desvencijada, como de película en blanco y negro.

                                                               Zaragoza 21/10/13

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