
Desde
las estanterías los libros miraban como pidiendo que alguien los sacara de su
decadencia, apoyados unos a otros como si la edad no les permitiera ya seguir
erguidos igual que está en las librerías modernas e hiperiluminadas el último bet
seller de la temporada. En la otra parte de la tienda montones de láminas,
ordenadas por tamaños casi todas, esperaban a ser elegidas por alguien que quiera
compartir con ellas su casa, su cuarto, su corazón.
Sin
más compañía que el librero entrado en años y ojeroso de pura tristeza por el
final de su pequeño refugio hemos recorrido, más con el corazón que con la
cabeza, los cientos de libros ofrecidos cada uno por un solo euro. La mayoría
ajados por el paso del tiempo, como golpeados por las saetas en casa paso al
girar en las esfera de su propia inquietud. Al final de todos ellos hemos
rescatado a tres, más por dolor de corazón que por afán literario, porque si
por eso fuera… Las láminas nos contemplaban igualmente como alargando sus
colores y tonalidades para hacernos llegar con ello su angustia existencial,
sus guiños para escapar del decrépito lugar. De una caja asomaban unos cuerpos
gordezuelos de Botero y hemos salvado unos cuantos para poner… no sé aún en qué
lugar…
Cuando
casi ya me dirijo a la salida con el dueño para pagar, una dulce carita me
sonríe desde la distancia de muchos años. Un par de fotos color sepia están a
los pies de un grabado de Semana Santa. Las tomo en mis manos, atraído por esa
mirada que fue angelical hace muchos lustros y que hoy sigue destilando dulzura
entre el olvido y la soledad. El dueño, ante mi sorpresa y mi avidez por libros
y láminas, me dice que me la regala. Poco después apoya sobre una mesa antigua
con el lugar los rescatados tesoros y los cuenta a mitad de precio de lo que
marcaban pero, como si también él se hubiera cansado de contar, me dice que con
veinte euros es suficiente, eso sí, en voz baja como para que los objetos no se
sientan despreciados en la quietud de sus estanterías.
Zaragoza 21/10/13
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