Muchas veces, seguramente con razón, te habrás preguntado como yo por
qué hay lugares en los que la gente no escucha. No, no me refiero a sitios en
los que el volumen de la música es ensordecedor o donde los coches o la
maquinaria producen un número de decibelios superior al permitido por las ordenanzas
municipales. Hablo de otros en los que la base es el silencio, en los que
supuestamente tu voz debe ser escuchada cuando viaja desde tu boca hasta los
oídos de las personas que te rodean, a los que debe llegar según las normas
básicas de la comunicación al existir un emisor y un receptor y, como decía, un
medio con todas las garantías, por lo que no debería haber problema alguno para
que se produjera el efecto deseado.
Yo no sé a ti, pero
a mí me ocurre en demasiadas ocasiones como a aquel señor del anuncio del
aparato de aire acondicionado en televisión, ya hace algunos años, cuando decía
“doctor, doctor, no soy nadie”. Llegas ante un grupo de personas, das los
buenos días, y por una parte descubres que solamente contestan con algo de
suerte, uno o dos y los demás, a escasos tres metros siguen su conversación tan
alegremente, como si no existieras, y la mayoría de las veces no por desprecio
(aunque tal vez deberíamos llamarlo de alguna forma similar) ni se inmutan. Me
ha llegado a pasar algo más curioso todavía. Entro, doy los buenos días e
inicio una conversación con el compañero que tengo al lado. A continuación
entra otra persona, o cualquiera de los que antes no me habían percibido en su
esfera vital, y corta mi conversación para decir algo que supuestamente a ellos
les parece tremendamente importante. Mi interlocutor, deja mi conversación y
sigue hablando con la otra persona. He llegado en esos momentos a marcharme a
trabajar tan ricamente y he notado la triste sensación del señor del anuncio.
En esos momentos creo que no soy nadie.
Más tarde nos tomamos
la libertad, con una soltura increíble, de hablar y criticar al resto de las
personas que viven a nuestro alrededor. En nuestro caso, los alumnos, esos
seres que viven constantemente con nosotros y que pretendemos que estén siempre
atentos a lo que nosotros les decimos, los que supuestamente no escuchan, esos
que parecen estar en su mundo, un mundo al que muchas veces creemos no
pertenecer ¿son ellos los que nos han expulsado de él? O tal vez somos nosotros
los que no hemos sabido permanecer dentro y hemos salido por la puerta de atrás.
Tal vez un poco más de tacto y un mucho menos de soberbia haría que la
diferencia generacional inevitable secularmente, fuera menos abismal.
Esta tarde cuando salía
de mi escuela, camino del coche para venir a casa, me he encontrado con un
grupo de alumnos y alumnas que sentados en corro hablaban. Me han saludado, he
estado un buen rato con ellos hablando de “sus” cosas y también de las “mías”
que, en muchos casos por la interacción que tenemos entre nosotros a diario,
son las “nuestras”, porque no nos olvidemos que igual que a mí me afecta que
ellos estén mejor o peor cada mañana, cómo me encuentre yo, aunque no debiera,
también puede ser que les afecte a ellos. A mí me ha costado marcharme de su
lado porque me sentía bien, acogido y las sonrisas que han compartido conmigo,
al igual que sus palabras, incluidos algunos secretillos, eran sinceras. Te
puedo asegurar que a pesar de su corta edad y su incipiente adolescencia, me he
sentido escuchado. Ante ellos y con ellos, me he sentido alguien.
Zaragoza 19/09/13
Querido Javier, ¡que cierto es!, y cuanto nos perdemos si no escuchamos. Todas las personas, sean quien sean, tienen algo que aportar cuando hablan. Para mí en particular, todas y cada una de ellas enriquecen mi vida. Un beso, Marta Bertran ;-)
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