lunes, 23 de septiembre de 2013

La primera batalla

He mirado a sus ojos una vez más. A través de ellos, en su brillo adolescente, en su mirar inquieto intento descubrir la llave, la esencia de unas formas, la clave de una actitud comprensivamente incomprensible. Cada día, al cruzar nuestras vidas, constato por enésima vez la falta de cariño, un cariño dormido desde la cuna en presurosos amaneceres que desembocan más tarde en vertiginosos días de voraz trabajo, si se tiene, mal pagado, en indescriptibles laberintos vitales, que llegan a desequilibrar cualquier vida, a bloquear sentimientos, a alterar conciencias.

Tras esas caras, unas veces inocentes, otras desmesuradamente reprochantes, se esconde por lo general una vida incómoda, con abundantes necesidades, no materiales en la mayoría de los casos, sino afectivas, sentimentales, en definitiva existenciales. No conocen el diálogo que emana del amor, ni el respeto al prójimo que concede el vivir en armonía rodeados de un ambiente de respeto a ellos mismos como seres humanos, como niños, como hijos. Viven de rebote en una sociedad de rebotados. Esta sociedad deshumanizada no les ofrece el lugar que les correspondería en justicia como a cualquier ser humano. Tal vez el exceso de desplazados de todas las edades, hace que los niños no sean un caso único y por lo tanto se complica su ubicación. Las fuerzas sociales se dispersan y disipan quedando al descubierto la parte más débil e importante de una sociedad, de nuestra sociedad, la que van a tener que seguir construyendo nuestros hijos.

Cada uno en nuestra medida hemos de luchar con todas nuestras fuerzas, hemos de combatir la falta de amor y cariño, la desigualdad y la desilusión. Debemos para ello usar el arma más sencilla que fue puesta en nuestras manos al nacer y que poco a poco vamos arrinconando. No es otra que la naturalidad, la ternura, la sensibilidad. Si nuestro corazón late al ritmo de nuestros deseos y nuestro cerebro dirige nuestros actos con presteza, vamos por el buen camino, tan sólo falta que nuestros chavales, nuestros jóvenes se quiten el escudo protector que esta sociedad, que su situación familiar les ha obligado a ponerse y que nosotros seamos capaces de mostrarnos ante ellos sin careta y que ellos así lo vean. Seguramente a partir de ese momento comenzaremos a ir mejor. Habremos ganado la primera batalla para mejorar su educación.


                                      Javier  1/02/96

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