Son
las ocho de la mañana. Entramos a clase. El grupo va entrando poco a poco y van
preparándose para la clase de hoy. Matemáticas. Cuando se organiza el plan de
trabajo, una chica se acerca a preguntarme algo. No me extraña porque todos los
días, en todas las clases, viene mil veces para que le aclare dudas y otras
tantas para verbalizar sus miedos e inseguridad a las cosas que estamos
haciendo con tanto número y tanta operación, esos signos que la traen loca,
desde la crucecita de la suma hasta los paréntesis y corchetes, esos símbolos
diabólicos que hacen la vida a imposible a tantos alumnos y alumnas si no se
comprenden. Otras mil veces le contesto lo mejor posible con una sonrisa.
Hoy su duda no era de matemáticas. Quería simplemente que eligiera el color de un boli de un puñado que llevaba en una mano y el de un rotulador de la otra. Al azar he elegido uno de cada, aunque también me había preguntado por mi color preferido. Al poco ha venido con una hoja con mi nombre y una frase y posteriormente con otras dos y una pequeña carta en la que me muestra su cariño y su ilusión. (Lo puedes leer tras este artículo)
Cada día en el aula me encuentro con muchas muestras de este tipo, unas directas como esta de hoy, pero otras muchas refugiadas en alguna sonrisa, o simplemente en la forma de mirarte. Algunas de esas parecen esconderse tras un halo de timidez, pero que deja entrever esa mueca que la profundidad de su mirada no es capaz de ocultar.
Hoy ha merecido la pena madrugar y pasar frío, ha merecido la pena volver a ponerse antes estos chicos y chicas que esperan tanto de nosotros, pero empezando por un acompañamiento sincero, desde el cariño. De poco sirven muchos conocimientos si no vienen de la mano de todo aquello que les hace mejores personas desde la comprensión y el ejemplo. Sus sentimientos son muy importantes y no los debemos olvidar.
Todavía no ha terminado el día y seguramente lo mejor puede estar por llegar.
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