La ventana y él se llevan de maravilla. Se asoma, trata de hablar como
puede con todos aquellos que ve pasar por la rampa de entrada al centro. Su
atención se escapa hacia la calle con la misma facilidad y rapidez que lo hace
el aire cuando entra en el aula. Una mirada vale para que, con sus manos,
justifique su acción en una especie de perdón rápido y sincero, tan veloz como
lo que tarda en repetirlo desde su arrepentimiento espontáneo.
La clase continúa y él sigue disperso, en ese mundo que le ayuda a pasar un tiempo tal vez aburrido, que el trata de acortar con sus pequeñas triquiñuelas. Dices algo para todos, lo repites varias veces y a los dos o tres minutos ves que levanta la mano y te pregunta lo que acabas de decir hace nada. Se lo repito, como en tantas otras ocasiones, pero le pido que intente escucharme más tiempo. Yo sé que le cuesta mucho centrarse.
Al lado, su compañero, le oye, le contesta y suele seguirle la marcha siempre que se lo permite el ritmo de la clase, haciendo que en más de una ocasión se pierda. Cada poco me mira y su mirada, como siempre, lo dice todo.
Además de la clase con el grupo, lo tengo en otra con una docena de compañeros y, aunque tiene sitio donde quiera, se vuelve a poner siempre atrás, como en la otra asignatura. Al final consigo convencerle de que estará mejor delante y sin gente cerca. Le cuesta, pero de repente y sin decirle nada, se levanta y decide cambiarse y ponerse en primera fila, donde siempre debería estar. Comienza a trabajar después de animarlo un poco y hace algunas cosillas bien. Le valoro eso y le comento que estaba seguro de que lo haría así de bien, que estoy convencido de que puede hacer muchas cosas perfectamente y que espero que lo consiga. Levanta su cabecica, me mira y con una mirada que será difícil de olvidar, me dice que jamás un profesor le había dicho eso, que soy el único que lo ha hecho en su vida.
Me siento muy bien al oírlo y en los días siguientes, con cuidado y tacto, le hago ver en ambas clases que estoy encantado con su comportamiento. He esperado a contarlo porque quería asegurarme del efecto que tuvo aquella pequeña conversación. Hoy, un mes después, puedo decir que no he tenido que llamarle la atención ni una sola vez más.
¿Tan difícil es que sepamos reconocer a un niño con TDAH dentro de un aula con el montón de señales que nos dan? Mientras tanto nadie ha nombrado nada de este trastorno. Solo se oye hablar de que no para, no trabaja y que no atiende, sin parar de molestar, en clase y en casa. Todo el mundo está harto de su actitud, pero ¿alguien se ha parado a pensar en sus características personales?
Los años siguen pasando y todavía recuerdo hace muchos años cuando descubrí que esto existía, mis estudios, mi auto-formación posterior, charlas, jornadas, libros, trabajos, artículos por toda España y México. Muchos años después me doy cuenta de que hay algunos docentes más que trabajan con ilusión para ayudar a niños con TDAH, Síndrome de Tourette y otros trastornos, e incluso el acoso escolar, pero es que aprendemos tan poco. Veo algunas cosas publicadas hace muchos años y me parece que casi no hemos evolucionado. Debemos implicarnos más.
Fco. Javier Lozano – 23 – noviembre – 2021
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