Hace
ya muchos años que se hizo a la mar, mientras la playa se empeñaba testaruda en
enseñarle que la vida todavía le ofrecía muchas alternativas antes de subir a
aquel barco del que ya nunca había vuelto a bajar. Pequeño, apacible, incluso
relativamente cómodo, le pareció contener todo aquello que un joven necesitaba
para gozar de la libertad, su libertad, dejando atrás las ventajas de una vida
en tierra firme.
Hoy
desde su camarote mira el horizonte a través de un pequeño ojo de buey del que acostumbra
casi siempre a ver cómo pasa el tiempo, como mecido por la brisa marina,
despareciendo sin dejar ni rastro de lo que él fue.
Las
gaviotas únicamente aparecen ante él en los últimos tiempos, e incluso le ha
parecido escuchar a alguna sirena, aunque siempre ha hecho caso a los marineros
encontrados allende los mares prefiriendo siempre esquivarlas para no escuchar
sus bellos y seductores cantos.
En
contadas ocasiones algún pirata de poca monta intentó sin lograrlo hundir su
cascarón pero sus fuertes convicciones le encaminaron a parajes dónde ni él
hubiera imaginado nunca en sus mejores ensoñaciones.
El
mar, cada día más en una aparente calma, y su pequeño barco, a pesar de
cuidarlo, le han hecho poco a poco olvidar sus ideales marineros, que tal vez
en algún golpe de mar pudieron caer por babor o estribor, sin que nadie pudiera
ya remediar su ausencia. Algunos días, al mirar una vez más hacia la línea del
horizonte, vislumbra una luz desde esa especie de cautiverio en que se ha
convertido su pequeño y cómodo camarote, pero nunca tan fuerte como para
alumbrar su monótona y anodina vida.
Ayer,
de repente, un deslumbrante rayo de luz llamó de nuevo su atención. Decidido a
no dejarlo escapar, intentó salir para volver a notar el fresco en cubierta
como antes hacía a menudo. Notó que el barco no se movía, ni tan siquiera notaba
el vaivén de las suaves olas, fue subiendo la empinada escalera que le conducía
a la libertad que siempre había pensado poseer, pero al llegar, comprobó que
unas lágrimas se le empezaban a escapar.
El
barco no se movía, miró hacia afuera y su cara primero fue de asombro, después de
estupor. Llevaba tiempo sin navegar, afuera no había ni una gota de agua, el
mar de sus ilusiones hacía tiempo que estaba seco. Se sentó y siguió mirando la
luz que le había devuelto a su realidad, tratando de ver la forma de abrazarla
desde su distancia, la que da un futuro tal vez inexistente, pero probablemente
al único al que dirigirse para siempre desde ese instante en que su vida había
vuelto a sentir sentido de verdad.
Javier
Lozano 28 – Junio - 2015
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