
El
sábado por la noche tuve la ocasión de compartir de nuevo unas pocas horas de
mi cada vez más escaso tiempo con mi gente, con esas personas que no hace falta
ver todos los días para saber que te quieren. Reviví, como gracias a las redes
sociales se suele hacer ahora más a menudo, situaciones que parecían haberse
perdido en el túnel del tiempo, en aquellos años en que reinaban los juegos de
calle y donde un amigo era realmente un amigo, sí, tal y como suena, de los de
verdad, de esos a los que no importa dar la cara por ti o compartir contigo su
balón o un cacho del bocadillo del recreo.
Algunos
besos, cuatro sonrisas, unas cervezas y todo comienza a funcionar. Los
recuerdos fluyen despojados en la distancia de todo lo que pudo hacer daño y
que hirió al niño que hoy es adulto, esas personas que reconocen en ti a quien
puso aquella semilla que hoy les hace ser mejores personas, que tuvo la
paciencia suficiente de hacerles crecer y la valentía de dar todo por ellos
cuando fue necesario.
Sentir
su calor, sus besos, abrazos y sonrisas acompañados de palabras que acarician
el corazón hace crecer la autoestima de una forma exponencial, ayudando a
seguir en la brecha con los chiquillos que hoy pueblan mi vida a diario en la
escuela y de cuantas personas me rodean.
Cada
cita, cada vez que nos vemos aparece alguien nuevo en ellas, alguien que había
dejado de existir en tus días, que no en tu recuerdo y en tu corazón, aunque sí
permanecía en el ostracismo del ayer casi en blanco y negro, o como mucho en
las fotos en papel de aquella caja que permanece en el trastero esperando a ser
ordenada, tras quitarle el polvo que proporciona la ausencia. Si además surgen
nuevas personas que no te conocían y que te reconocen por tu labor a través de
los anteriores la cosa ya parece írsele de las manos al cariño que todos estos
niños grandes te siguen profesando. Un cariño recíproco sin fecha de caducidad.
Javier
Lozano 30 - Marzo - 2015
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