
En mi relajado deambular no perdí detalle de cuanto había a
mí alrededor. Una figura de bronce titulada “Leyendo a los poetas”, un hombre
sentado en un banco leyendo un poemario mientras acaricia un perro, llama la
atención de muchos paseantes que se sientan a su lado para hacerse fotos con
él, incluido algún selfie. A mí me gustó, pero me atrajo otro motivo al otro
extremo del paseo.
De repente veo uno de esos pequeños detalles que nos ayudan a
ser más felices, de los que, como dice Serrat en “Aquellas pequeñas cosas”, uno se cree que los mató el tiempo y la
ausencia. Un niño, cuya altura no le da para auparse hasta la altura que le
permita solicitar su dulce favorito en un kiosko, se acerca y con total
naturalidad se sube a un pequeño escalón metálico colocado por el kioskero para
que los niños como él puedan estar a la altura del resto.
Tal vez sea algo que puede pasar desapercibido, pero a mí me
pareció una bonita metáfora de la vida de nuestros niños desfavorecidos por
problemas de cualquier tipo, de los que necesitan ayuda, pero especialmente de
quienes pudiendo obtenerla muy fácilmente se quedan sin ella al borde del
abismo por la escasez de este tipo de pequeños detalles, más que nada humanos. Siguiendo
con el cantautor son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de
rosas. Marchitas muchas de ellas añadiría yo.
Cada día, yo llevo ya unos cuantos, deberíamos observar esos
pequeños gestos que nos hacen, tal vez no más grandes, pero sí mejores, desde quién
pasa por delante de un papel y se agacha para recogerlo y tirarlo a la papelera
sin ser suyo, al compañero que explica algo al que tiene al lado que se ha
atascado en un ejercicio o le presta el lápiz o el bolígrafo porque el suyo se
ha cansado de escribir. Cuestiones todas ellas que no cuestan casi ni un mínimo
esfuerzo, que deberían ser tan habituales y naturales como un perdón o un gracias,
como un hola o un adiós y que en cambio parece que necesitemos un empujón o
unas gafas de realidad humana aumentada para que nos decidamos a realizarlas.
Cuándo nos daremos cuenta de lo fácil que es alegrar la vida
a los que nos rodean. Ese tipo de pinceladas de amor tan insignificantes como importantes,
como los tres corazones escritos con un dedito en el cristal de mi ventanilla
del coche, aparcado a la puerta de mi escuela y que vi gracias al sol que los
resaltaba entre la suciedad del mismo, ese tipo de pequeños detalles, que en
esta sociedad tan deshumanizada y siguiendo a Joan Manuel, te sonríen tristes y
nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve.
Javier Lozano 19 – Febrero – 2015
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