Otra vez ha
vuelto a pasar un curso más. Sí, ese que en septiembre parecía interminable y
en febrero insufrible, pero todo llega y el verano nos espera ya al otro lado
de la esquina.
Todos los años
por estas fechas al hacer mi autoevaluación, mi reflexión personal, pongo en la
balanza aciertos y errores para comprobar si realmente he conseguido ser el que
mis alumnos esperaban, si les he dado lo que ellos necesitaban de verdad para
crecer como personas.
Sigo, como siempre,
analizando mi labor diaria y más en estos tiempos en que vuelvo a verme rodeado
de apuntes, de ideas sobre este mundo apasionante de la educación que contrasté
y asimilé en su día, a las que di muchas vueltas para hoy desarrollar mi labor
con gusto y por qué no con orgullo.
Ahora, cuando llega la hora
de evaluar a mis alumnos, releyendo a Pestalozzi, uno de los grandes de la
educación, subrayo que “conviene hacer
ver al niño que no hay modo alguno de adquirir un saber básico sin poner
esfuerzo por su parte”. Es cierto
que sólo con el esfuerzo, el objetivo alcanzado es valorado en su justa medida, pero es tan difícil con
tanto grupo y tanto alumno valorar muchas cosas que serían importantes...
Generalmente la evaluación
se convierte muchas veces en comparar con un estándar y emitir un juicio basado
en la comparación. ¿No sería más justo convertirla en un proceso que nos provea
de razones para una correcta toma de decisiones?
La evaluación es demasiado
importante como para no tener en cuenta las variables que la condicionan,
además de la adquisición de conocimientos, tales como el grado de
participación, la calidad de las aportaciones, el grado en que se ha facilitado
la marcha óptima del grupo, el nivel de trabajo realizado, etc. en definitiva,
multitud de ellas que son propiciadoras de aprendizaje y que deben buscar la
potenciación de los valores en el alumno.
Siguiendo con Pestalozzi “el hombre no llega a ser hombre sino por la
educación”. Nosotros estamos aquí para ayudar a nuestros alumnos a
convertirse en hombres y mujeres y, por eso, revestimos su educación de un algo
especial, una impronta que marca el estilo de nuestra Escuela y que asombraría
al mismísimo Luis Vives que llega a decir en uno de sus últimos “Diálogos” que el hombre se diferencia
del perro en su educación e inteligencia. Los alumnos que salen de nuestras
aulas se distinguen por algo más. Por eso, sin caer en un fácil y exagerado
paidocentrismo, debemos poner todo nuestro interés a la hora de evaluar su
proceso de aprendizaje.
Javier Lozano 19 - 05 - 1998
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