El
pasado domingo, unos amigos decidieron invitarnos a una excursión con el fin de
hacer el primer viaje al coche que acababan de comprar unos días antes. En
estos casos, puesto que la estrella y protagonista es el vehículo, como decía
otro amigo de la mejor marca que existe “coche nuevo”, parece que el lugar y el
paisaje sean lo de menos, pero no, ese día hasta eso acompañó ya que nos dimos
una vuelta por todos los alrededores del “dios” Moncayo, una montaña muy especial para nosotros capaz
de canalizar el cierzo, ese viento que a veces nos refresca y otras no nos deja
parar quietos en cualquier esquina de la ciudad.
El
día fue transcurriendo de una manera más o menos agradable visitando monumentos,
pueblos y parajes ya vistos mil veces hasta llegar a la ciudad de Tarazona.
Allí paramos para descansar un poco, tomar un café con hielo y recorrerla también
una vez más, pero momentos después iba a ocurrir un hecho con un significado
muy especial para mí, algo que me reafirma en mi trabajo como docente, en esa
tarea diaria que a veces resulta agradable pero otras tan dura y frustrante que
no te permite ver lo que hay en ella de maravilloso, ya que lo más importante,
y mucha gente a pesar de saberlo no lo ve, es la influencia que tenemos en la
vida de cada uno de nuestros alumnos, que va mucho más allá del momento que se
vive en el aula ante un problema de matemáticas o jugando en el patio de
recreo.
Al
pasear por una de sus calles, haciendo fotos mientras buscábamos su preciosa
catedral, desembocamos en una rotonda donde los pocos coches que circulaban por
allí giraban para tomar distintas direcciones. Uno de ellos paró delante de mí,
el conductor abrió su puerta y me disparó a bocajarro una enorme y amplia
sonrisa. Esa cara me sonaba, especialmente por esa curiosa sonrisa, pero en
casi treinta y dos años de profesión he conocido a tantos alumnos que ante la
clásica pregunta de si me acordaba de él, en esta ocasión no llegaba a
recuperar su nombre de mi memoria. Cuando lo pronunció, su miraba me llevó muchos
años atrás y recordé un apellido, que también él me tuvo que decir ya que no me
atreví a soltarlo por miedo a meter la pata.
Ambos
nos fundimos en un abrazo. Me recordaba, tras su salida con catorce años de
aquel primer colegio en el que trabajé, pequeño y familiar donde todos nos conocíamos,
su mal comportamiento y me contó la de veces que se había acordado de mí en estos
aproximadamente treinta años. Siempre pensaba en poder encontrarse conmigo en
alguna ocasión para pedirme perdón, como estaba haciendo en este mismo instante,
por todo el mal que me dio entonces, y para darme las gracias por haberle
ayudado y por haber estado a su lado sin saberlo desde aquellos días. Una vez
más volvía a cumplirse una teoría que repito constantemente. Si pasados unos
años, diez, quince, veinte… un alumno se acuerda de nosotros y de algo que
hicimos por él, entonces es que nuestro trabajo mereció la pena. Entonces era
un niño que iniciaba la adolescencia en una situación complicada y yo era un
maestro casi recién estrenado. Ambos aprendimos, el uno del otro.
Después
de tantos años que un antiguo alumno, que podía haber pasado de largo, pare
para saludarte y, tras presentarte a su mujer y contarte los hijos que tiene,
te haga esta reflexión, dice mucho de sí mismo, de la gran persona que siempre hubo
en él y que ha llegado a demostrar que es. Si algo tuve o he tenido que ver en
ello, aunque sea una parte infinitesimal casi imperceptible, me siento orgullo
de mi amigo Pedro y del trabajo que diariamente realizo por cada uno de mis
alumnos. Nos vamos a seguir viendo.
Javier Lozano
16/07/13
Javier Lozano
16/07/13
No hay comentarios:
Publicar un comentario