Una
mañana más abro la puerta del aula y, a pesar del paso de los años, me invade
la sensación de volver a revivir la misma hora de nuevo. La clase de siempre
aunque sea una distinta cada vez, los alumnos de toda la vida a pesar del paso
de los cursos y los años y de tener nombres y apellidos muy diferentes algunos
a los de hace 30 años, especialmente los nombres, eso sí, aún quedan algunos
clásicos que los más modernos llegados de influencias de cualquier parte del
planeta, muchas veces del mundo televisivo, no han logrado borrar de nuestras
vidas y, en muchas ocasiones, de nuestros recuerdos.
Las
asignaturas siguen repitiendo hasta la saciedad los contenidos de toda la vida.
Unos útiles como siempre, con ese sabor a rancio de página amarillenta, otros pesados
y reiterativos en su inútil esencia y colocados ahí en su momento por alguna
mente brillante de las que casi nunca habitaron un aula rodeada de niños, y sí
un despacho y la cafetería de algún ministerio o delegación educativa de la
institución correspondiente, o la mayoría de las veces, la barra de bar
aledaño, al lado de cortados y cervezas con tapa.
Una
vez dentro veo caras expectantes un día más (y un día menos). Trato de seguir
el programa que me hace ceñirme a sus contenidos y que me aprieta como una
prenda de dos tallas menos, mientras que a la vez me piden que ilusione y
motive a unos alumnos que pasan de todo lo que huela a libros y a clases
convencionales. Trato de salirme del guión establecido sin que se note demasiado,
por si me puede acarrear algún problema, porque innovar en los métodos queda
muy bien en el papel, pero si ello conlleva risas en clase, puede ser mal
interpretado. ¿Quién dijo que las matemáticas son tristes como los tres tigres
del trabalenguas que intentábamos repetir de pequeños?
Cuando
voy avanzando veo que las caras van cambiando. A ver… no, todas no, en la
última fila y a un lado del aula, hay alumnos que siguen impertérritos, los
cambios de aires, de método, no van con ellos. Su charla animada, sin
importarles en su mundo lo que se desarrolla en el nuestro, sigue su marcha sin
más motivación que la interna, la que marca su propio interés, tal vez el que
los contenidos y yo no sabemos poner en funcionamiento. Otro dibuja
animadamente algo que su cerebro ha localizado como modelo en un lugar a muchos
kilómetros de distancia. Unos y otros, esperan el momento de desentumecer
músculos y salir al exterior, no sólo del aula sino de las apreturas de un
sistema educativo que no les comprende y no sabe tomarles de la mano para
avanzar juntos.
Al
fin y al cabo, como me decía en una ocasión, hace ya unos años, Xavier Obach
poco después de dejar TVE como corresponsal en Latinoamérica, una película en
televisión no es más que el espacio que queda entre dos anuncios. Aquella frase
se me quedó grabada y, a pesar del paso del tiempo veo que mis alumnos, ese
concepto de espacio sí que lo llevaron al aula para integrarlo en el día a día,
en su vida, en su realidad. He comprobado que muchos de ellos vienen a clase a
ver a sus amigos, a su gente, a la gente con la que se divierten y disfrutan y
para eso ¿hay algo mejor que el recreo? Sí, claro, porque los cambios de clase,
esos cinco tacaños minutos dan para tan poco... Después de tantos años pasando
por aulas y reconociendo alumnos idénticos en cuerpos distintos, he ido
asimilando la esencia del recreo. Que ¿qué es el recreo? Pues está bien claro,
el espacio que queda entre dos clases consecutivas.
Javier
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