
El pasado martes en
clase, un chico y una chica, yo al lado de ellos nada más entrar, sin nadie más
en el aula, nos ponemos a trabajar unos ejercicios de matemáticas y él, con una
media sonrisa, me mira y me dice que diría un secreto pero que no se atreve.
Añade… “solo se lo digo a Javier en la oreja”. Yo le pido, que con la confianza
que ya tienen conmigo en los pocos días que llevamos de curso, lo cuente sin
miedo. Mira a la chica y dice que se va a enfadar, a lo que ella replica que
lleva un verano de romances que no nos podemos imaginar, sin saber de qué va el
secreto. Tienen doce años y una ingenuidad que se les ve al paso. El chico
insiste y al ver que ella dice eso, comenta… “me gustas,
te quiero para novia” poniéndose más rojo que un tomate mientras esboza una
idílica sonrisa tontorrona. Ella evidentemente pone cara de asustada y hace un
gesto que expresa ese hartazgo de romances veraniegos que antes comentaba. La
clase sigue su ritmo habitual desde ese día. Hoy son “mejores amigos” según me
contaron el jueves.
Ese mismo jueves,
tratando de recordar algunas cosas a un alumno que ya tiene diecisiete años y al
que las matemáticas la verdad es que le importan bien poco, al menos a día de
hoy, veremos si consigo algo más en unos meses de esfuerzo por mi parte, me
dice que no puede restar cuatro menos nueve. Yo le pregunto… “si vas a comprar
con cuatro euros y te compras algo que cuesta nueve, ¿Cuánto te queda?” y el me
contesta con toda la naturalidad… “nada profe, nada”. La verdad es que le
expliqué que debería cinco por aquello de los números negativos pero con qué
convicción si él lo tenía tan claro y razón no le faltaba, desde luego que no.
A su lado su
compañero trabaja y muy bien sin levantar la vista de su cuaderno. Es ese mismo
que dos días atrás, después de explicar algo en la pizarra cinco minutos para
que no se cansen, me mira y me dice… “oye profe que no entiendo nada” Le animo
a atender y responde… “es que estoy empanao,
que a mí las mates…” Tras repetirle todo, me fui a su sitio y pasándole la mano
por el hombro le convencí de que era capaz de hacerlo. Yo le hice el primero,
el siguió y al día siguiente le explicaba cosas al que se quedaba sin dinero al
comprar. A ver si aguantamos así hasta el final y si podemos mejorar mejor.
Tal vez el secreto,
por su parte y por la mía como docente, sea el que escuché hace unos días por
la calle. Salía a dar una vuelta por la orilla del Canal Imperial de Aragón que
pasa por al lado de casa, uno de los bonitos lugares que rodean mi barrio de
Torrero. En la acera veo a un chico alto muy joven hablando con una chica unos
años mayor a la que parece razonarle algún fracaso de su primer año, tal vez,
de universidad. Oigo que le dice… “yo creo que no he puesto mucho aceite en el
asador”. Entonces veo claro el problema de este chico, porque el refranero dice
que hay que echar carne al asador y no aceite ¿No?
Así pues, es
importante que nada nos despiste del objetivo. Nuestros alumnos enamorados o
no, con dinero o sin él, tienen claro que estamos a su lado y si no, estamos
echando aceite al asador y además fuera de su sitio. Así que más nos vale que
les animemos a que sigan su camino, cada uno según sus posibilidades, pero que
siempre echemos toda la carne posible para que pongan también todas las ganas y
renazca en ellos la ilusión por aprender por poco que sea.
Javier
Lozano 23 - Septiembre - 2017
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