Esta
mañana me he acercado al entierro de una tía de esas lejanas que todos tenemos,
a la que de pequeños vimos tratarnos con mucho cariño y dejaron huella en
nuestros corazones infantiles. Allí he saludado a sus hijos a los que hacía
tiempo que no veía y en un momento me he visto rodeado agradablemente por la
gente del pueblo, a la que veo cuando voy a pasar algún que otro fin de semana o
en vacaciones y con la que me encanta conversar.
Cuando
ya me iba a marchar, de entre todos, ha surgido un amigo de la infancia, vecino
de calle y compañero de correrías por campos y callejas, ríos y caminos. Me ha
saludado y hemos estado recordando aquellos tiempos de pantalón corto en los
que la ingenuidad lo podía todo, en que la calle para correr, las cuestas con
sus ignorados peligros y el río con un caudal más generoso que el actual no era
impedimento para pasar al otro lado a por fruta de algún campo tras cruzarlo
descalzos o chapotear un buen rato en sus aguas, mientras pescábamos cabezudos
y arañuces, aquellos pequeños pececillos que se escurrían entre nuestras manos.
Qué
tiempos aquellos en los que nuestras mayores preocupaciones en las tardes
estivales eran volver a por la merienda, para regresar a nuestra aventura de
nuevo, y a por la cena, muchas veces una tortilla en el pan, para salir otra
vez a corretear por aquellas empinadas cuestas del pueblo hasta que las calles
perdían sus niños y las oscuras esquinas, creadas por la mortecina luz de las bombillas
bamboleantes que colgaban de las maltrechas paredes de las viejas fachadas, nos
empujaban a nuestras casas a protegernos de la noche.
Siempre
me he preguntado dónde perdimos esa ingenuidad, dónde quedó la libertad que nos
permitía correr, jugar, pescar, reír, querer… todo aquello que nos hacía
felices y que hoy de adultos echamos tanto de menos. Ya sé, uno va creciendo al
igual que los compromisos y las responsabilidades, pero sigo creyendo que hay
un día en que esta sociedad nos obliga sutilmente a meter el dedo en el raíl y
no podemos salirnos ya más de él sin ser tachados de mil cosas colgando de
nosotros calificativos que hacen la vida más complicada a cuantos tienen la
osadía, y a veces la valentía, de traspasar la raya de los convencionalismos
que divide realidades tan semejantes como dispares. Cada vez entiendo más por
qué elegí mi querida profesión y a quien escribió en la pared de uno de los
rellanos de la Escuela de Magisterio de Zaragoza, hoy llamada Facultad de
Educación, aquella frase que se me quedó grabada para siempre y que decía a los
cuatro vientos… “Quien no sea como una de estos pequeños no entrará en el reino
de la Pedagogía”
Javier
09/02/2014
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