jueves, 7 de febrero de 2013

El valor de una sonrisa


Cada mañana, ya por la calle, noto el cariño de mis alumnos en el camino que me lleva desde el lugar donde aparco el coche hasta la puerta de la escuela. Una vez allí, saludo al conserje, con el que suelo compartir algunas palabras, y me adentro en el centro por la rampa que asciende hasta la puerta acristalada que me engulle segundos después hacia el interior para toda la jornada escolar.

El pasillo está vacío, tengo la costumbre de aparecer muchas veces el primero de mi departamento porque no me gusta dejar al azar del tráfico mi llegada y por eso me adelanto hasta al reloj. El sistema inteligente, algo de domótica creo que es que en cierto modo se me escapa en su funcionamiento más íntimo, también me recibe con el guiño de las luces de la planta que se van encendiendo a mi paso como señal de buenos días. Poco a poco llegan el resto de personas que trabajan conmigo, algunas sobre el timbre de comienzo de la primera clase de las ocho de la mañana y cada uno se va a su clase con sus alumnos. Aquí es donde empieza de verdad nuestra labor, mi labor.

Un murmullo de chiquillería, efervescencia adolescente, va inundándolo todo, apoderándose del silencio y llenando el ambiente. Risas, empujones, carreras, cualquier cosa vale para llegar al aula, más por obligación que por convencimiento, más por inercia que por convicción, aunque la ilusión se refleja en sus rostros, sea cual sea el motivo que los va haciendo llegar a su destino.

Cuando se acercan, me gusta esperarles en la puerta o nada más atravesarla, pero siempre una sonrisa, una palmada en el hombro, o un choque de manos en el aire hace que nos reencontremos un día más, para pasados unos minutos en los que ya cada uno se ha reunido ya con sus compañeros y situado en su mesa, poder empezar. La clase así empieza más suavemente, con caras de sueño pero alegres, en las que es más fácil incidir y mitigar el probable tedio de cualquier asignatura, sí, incluidas mis Ciencias de la Naturaleza o las Matemáticas. La clase avanza, los contenidos van cayendo página a página, ejercicio a ejercicio, todos o casi todos concentrados. De repente un timbre toca. Caras de admiración. Algunos comentan… ¿Ya se ha pasado la hora? Entre ellos resuena  la vocecilla de un niño que dice “eres el profe más molón”. Hoy me voy contento y con una sonrisa. Me han devuelto la que yo les entregué al principio.


                                                                                      Javier Lozano

                                                                                              7/2/2013

5 comentarios:

  1. BONITO Y PROMETEDOR. SIGUE PUBLICANDO EN FACEBOOK TUS POSTS Y ASI TE SEGUIREMOS MAS FACILMENTE. GRACIAS JAVIER, POR TODO.

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  2. ¡Enhorabuena Javier!, ¡Qué gran idea la creación de este blog!, te animo a que nos aportes tus dosis de cariño en cada palabra y hacernos soñar en que nuestros hij@s tengan profesores como tu. Un beso enorrrrrrme ;-).

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  3. Como siempre, genial¡¡¡¡¡¡¡ Lo cuentas tan bien que una se siente como dentro de tu pellejo... puedo escuchar las sonrisas de esos niños y puedo sentir tu satisfacción por lo que haces. Como ya te he dicho alguna vez, gracias por existir.

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  4. Sin palabras... ¡Rizando el rizo!

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  5. ¡Ojalá todos los niños reciban cada día una Sonrisa parecida a la que tú le regalas a tus alumnos al entrar en el aula!!! Seguro que aprenden más y mejor. Gracias Javier, no dejes nunca de sonreir ;)

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