Pasó el tiempo y aquello, que un día fuera
una simple mariposa revoloteando en mi cerebro infantil, se convirtió en una
realidad adulta que aún sigue hoy atrayéndome y me lanza día a día hacia el
aprendizaje, a una formación continua que me llevó, después de salir de la Escuela
de Magisterio a estudiar Ciencias de la Educación, y posteriormente el
doctorado. En todos estos años, cerca ya de veintisiete, he conocido a muchos
jóvenes. A pesar de no encontrar dos iguales, en todos ellos se repiten varios
perfiles característicos, varios personajes fácilmente detectables a poco que
uno se fije en sus formas, en su manera de relacionarse y, casi siempre, en su
mirada.
Cuando alguien me pregunta por mi
profesión y contesto que soy docente, escucho dos tipos de respuestas. Una, la
de las vacaciones, que vacunado de tanta estupidez oída por el mero
desconocimiento de nuestro trabajo diario, ignoro. Si insisten les doy la
dirección de la Facultad de Educación por si les interesa estudiar unos años
para conseguir los cacareados tres meses que arguyen en su burda inopia. La
segunda, es echarse las manos a la cabeza y compadecerte porque ¡hay que ver
cómo están los jóvenes de hoy!
Nuestros chicos y chicas, no son mejores
ni peores que los de otras generaciones. Eso sí, tienen más intereses que
llaman su atención que antes ni existían, pero tienen la misma base de siempre,
la afectiva y la educativa, ambas con un fuerte peso en la familia de la que
salen a esta sociedad llena de peligros, pero también de cosas maravillosas
para disfrutar.
¿No será que falla algo más que algunos de
nuestros jóvenes? ¿Que sus familias no se han preocupado de ellos todo lo que
debieran? ¿Tal vez los envían a una escuela en la que encuentran buenos
profesionales, pero también alguno que, como sus padres, hacen dejación de sus
obligaciones y desde que salieron de la Universidad no han visto más libros que
los de texto o algún apunte de un cursillo hecho con desgana y por obligación?
Hay padres maravillosos y grandes
profesionales de la educación que se desviven por ellos, no me cabe la menor
duda, la mayoría, pero deberíamos concienciar al resto de que nuestros jóvenes
necesitan de la unión y del esfuerzo de todos los que les rodeamos. Poner
límites desde la familia es un deber de padres, una necesidad que la sociedad
nos pide por el bien de ellos. Los profesores nos vemos muchas veces
desamparados por padres que además de no apoyar, acusan ante su pobre educación
familiar.
¿No es hora ya de dejarse de hipocresías
de unos y de otros y aunar esfuerzos para que nuestros jóvenes y nuestra
sociedad mejoren día a día? O trabajamos juntos, con esfuerzo, sinceridad
y una sonrisa o poco conseguiremos avanzar en un trabajo que es cosas de todos.
Fco. Javier
Lozano
Lcdo. en
Ciencias de la Educación
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