Ya son muchos
años en el mundo de la educación, aunque nunca suficientes para conseguir
cambiar el mundo como a mí me gustaría, pero puedo asegurar que las miles de
horas de aula con centenares de chicos y chicas con los que he tenido la suerte
de convivir han sido aprovechadas al máximo para tratar de hacer de ellos cada
vez personas un poco mejores.
Cuando
me paro a pensar en todas estas cosas, en mi trabajo, en esa filosofía vital
que me ayuda a seguir manteniendo un ánimo no siempre fácil de levantar en las
complicadas condiciones que suelen darse en muchos puestos de trabajo, sí, en
el de la educación también, trato de averiguar dónde reside el origen de mis
principios educativos, cuáles son esos pequeños detalles que marcan la
diferencia entre unas personas y otras, entre unas profesiones y otras y en mi
caso entre personas distintas dedicadas al mismo fin que es educar con todas
las consecuencias, sí con mayúsculas, EDUCAR.
Al
final termino agazapado en mi infancia, y mis recuerdos vuelven a mis orígenes,
a los cuentos infantiles escuchados en casa, a aquellas largas tardes en la
trastienda del negocio familiar haciendo cuentas a la luz de una bombilla en un
cubículo mínimo, a los veranos en el pueblo donde acudía a clase a las escuelas
del Turruntero, con ratico para el “tomapán”, porque terminaban mis amigos el
curso unos días más tarde que yo, además en vacaciones trataba de ayudar a
algunos amigos en sus tareas que eran similares a las mías, tantos y tantos
momentos que han marcado mi historia educativa.
También
algunas anécdotas ayudan a poner una sonrisa entre algunos olvidos, seguramente
voluntarios, impuestos por la propia vida. Las inmensas filas de niños por
parejas, de la mano, conducidas por el parque Pignatelli por el hermano Rafael,
que subían desde el colegio hasta justo enfrente de nuestra tienda como
precursoras de los actuales autobuses escolares, o el día en que le pedí
cerillas al mismo hermano con apenas 4 años. ¿Para qué quieres tú cerillas? me
preguntó. Para quemar el colegio le contesté con la ingenuidad propia de la más
tierna infancia.
Desde
hace unos días se han removido en mí recuerdos de esa infancia escolar, sobre
todo en el pueblo, porque recibí una petición de amistad en mi muro de Facebook
de una persona entrañable, paradojas del destino, un familiar pidiendo que seas
su amigo. Sin olvidar a cuantas personas han influido en mi forma de ser, tanto
a nivel personal como de docente, además de mis padres o de la tía Carmen, a
quien todo el mundo recuerda con mucho cariño, es curiosamente una de esas
personas buenas que te marcan, porque se muestran como son y te dan no solo lo
que tienen sino lo que son, como seguramente muchos de los que me leéis y
tuvisteis la suerte de conocerlo coincidiréis conmigo.
Algunos
tuvisteis en Moros, allá en las escuelas del Turruntero, la suerte que no tuve
yo en aquel colegio de Escolapios. Tener a don Julián como “maestro” es un
lujo, un privilegio que pocos han podido tener. Por suerte la vida me lo dio
más tarde a mí en forma de un familiar de los mejores que he podido tener, a
él, a Julian y a Manoli, dos personas sin las cuales mi vida no había sido
igual.
Desde
aquí, con todo mi cariño, un sencillo y merecido homenaje que seguro secunda
todo aquel que pasó por tus aulas, querido Julian.
Javier
Lozano, 17 - mayo - 2018
Hola Javier, a ver si adivinas quién soy .. jejejeje
ResponderEliminarHe leído esta historia y me ha encantado. Cuántos recuerdos entrañables tenemos de nuestros profes, de nuestra infancia en el colegio...
Me ha gustado mucho que recordases a uno de los tuyos :)
Un beso y nos vemos en las trincheras!!!
Ya sé quién eres. Tu blog felino te ha delatado. Es bonito recordar a esos maestros que dejaron huellas en nosotros, no cicatrices.
ResponderEliminarCreo que no estamos en trincheras salvo en algunas situaciones especiales, el resto estamos del lado de nuestros alumnos, esos chavales que tanto esperan de nosotros.
Besos y nos vemos dando nuestra vida por ellos.