Hace ya bastante tiempo contaba,
bajo el título de “Dosis de ingenuidad”, algunas ocurrencias que determinados
alumnos tienen a veces y de las que se sienten tan seguros, tanto que en
ocasiones es complicado hacerles bajar del burro de su ignorancia. En estos
días de últimos esfuerzos y de cansancio final viene bien echar unas risas.
Esta
pasada semana, en clase, un alumno no se encontraba muy bien y vino a decirme
que si podía bajar al botiquín. Como siempre hay gente que tiene un radar de
los que jamás fallan y tiene que contestar a todo aunque la cosa no vaya con
ellos, se oyó una voz que decía… “pues que le den cepamol”. En ese momento,
hasta los que no sabían de qué iba la cuestión levantaron sus cabezas para ver
qué era aquello que debían darle a su compañero, y los que estaban al tanto de que
estaba pachucho para saber qué era ese prodigioso cepamol que iba a poner a
tono al alumno que estaba flojillo. Se hizo el silencio porque todos queríamos descubrir el enigma. En ese momento, el alumno
que estaba al lado del que había dicho la palabra mágica nos desasnó a todos al
descubrirnos que no existía tan milagroso producto, puesto que había querido
referirse a algo tan mundano y conocido como el paracetamol.
Siempre
que suceden este tipo de cosas, por asociación de ideas, te vienen a la memoria
recuerdos que son desempolvados por las risas producidas. Entre ellos esta vez,
y no sé por qué, me vinieron varios que tienen que ver con conversaciones
mantenidas con padres o madres, como una vez en que una madre hace ya muchos
años, casi en mis principios en este mundo educativo de luces y sombras,
preocupada por el rendimiento de su hijo me contaba que el médico le había
dicho que le iba a hacer un escarne en la cabeza. La mujer lo decía tan
convencida de la necesidad de efectuarlo y no se le notaba preocupada en
absoluto. Claro, resultó ser un escáner, por lo que se entendía su falta de
preocupación. Tal vez la idea de que algo le pasaba a su hijo, me explicó, le
venía de una ecología que le hicieron a su hijo cuando era un alborto y estaba
a punto de nacer, refiriéndose a una ecografía en la que había podido ver al
feto por primera vez. Bueno, son cosas que pasan.
En
cualquier caso, una de las que más gracia me hizo fue la que le ocurrió hace
muchos años a un compañero. Era principio de curso y un nuevo grupo de tutoría
se encontraba ante él. Lógicamente quería conocerles y pasó un cuestionario en
el que poder recoger algunos datos personales que ayudaran a realizar mejor su
tarea de acompañamiento como tutor. Cuando en su casa fue repasando los datos
para ir tomando sus anotaciones para posteriores entrevistas y demás
situaciones, descubrió que el padre de uno de sus alumnos, en su profesión,
aparecía como cineasta, con lo que mi compañero pensó encontrarse con algún
famoso director de cine que engrosara la lista de directores aragoneses
ilustres como el oscense Carlos Saura o el calandino Luis Buñuel. Al día
siguiente, nada más entrar a clase, se dirigió al alumno y entabló una pequeña
conversación con él, en la que rápidamente salió de dudas. El padre del chico,
sin desmerecer para nada al resto de trabajadores del celuloide de todos los tiempos,
trabaja en el cine como muy bien su hijo había contestado en aquellos papeles
del tutor. Su padre, y muy orgulloso que estaba él como buen hijo suyo, era acomodador
en una de las salas legendarias de Zaragoza. El tutor esbozó una leve sonrisa
que luego amplió ante nosotros cuando nos lo contaba, pensando en la ingenuidad
del joven orgulloso, como debe ser, del trabajo de padre. Tal vez el tutor
podría en ese momento haberse tomado un cepamol.
Javier Lozano
16/06/2013
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