Ayer fui a una exposición de
fotografía pero al final fueron dos. Para ello me dirigí a la parada del bus
urbano y una vez en allí, en uno de esos suspiros en que dejamos que alguna que
otra de nuestras frustraciones pasen a formar parte de la atmósfera que nos
circunda, una mirada al cielo me transportó a mi infancia.
Este
año el tiempo no acompaña y parece esto más que un verano recién estrenado, un
simulacro del mismo como alguien decía bromeando el otro día, o simplemente un
verano muy tímido que no se atreve a traspasar la puerta que dejó entreabierta
la primavera y sólo se asoma muy de vez en cuando. A pesar de ello, la tarde de
ayer tocaba calurosa y los árboles daban una sombra que me recordaba otras
épocas muy lejanas. Las moreras que cubrían toda la avenida me transportaron a
una época en la que recuerdo que era feliz, al menos ese es el poso que dejó en
mi recuerdo.
Las
tardes correteando por aquellas aceras desvencijadas que terminaban, como
mordidas, en trozos inmensos de tierra limitados por toscos bordillos que
bordeaban el asfalto de la avenida, que todos en el barrio Torrero llamábamos
la carretera, ponían fin al día de verano, un toque entre cansancio y
satisfacción que yo compartía con mis primos. La base de operaciones se encontraba
en la tienda de vinos familiar, una bodega en cuya trastienda lavábamos las
moras que conseguíamos de aquellos generosos árboles, unas pequeñas infrutescencias de
escaso sabor, muy insípidas pero que una vez pasadas bajo el grifo de aquel viejo fregadero para quitarles la tierra y la suciedad que pudieran tener, eran
como un manjar para nosotros. Tal vez las personas de las tiendas cercanas no
pensaban lo mismo, puesto que lo ponían todo perdido, especialmente las negras,
aunque las blancas y aquellas otras de color entre blanco y rosado, con el
caldillo que salía de ellas, al ser pisoteadas sin piedad por los viandantes
daban un aspecto pegajoso al ambiente.
Aquellos
días de pantalones cortos en que volvíamos sucios y agotados a casa, con
arañazos en las piernas, con alguna peseta suelta de propina por el bolsillo
recibida por llevar algo en uno de los repartos de la mañana a alguna vivienda
bastaban para colmar nuestra felicidad. Años más tarde cambiamos aquellas
tardes de calle con moreras por otras de piscina con bocadillos inmensos donde
rebosaba el jamón, como queriendo escapar de aquel tomate que bañaba el pan y
que mojados, recién salidos del agua, le daban un toque especial a la merienda.
Eran años de vida instantánea, de objetivos inmediatos donde estoy seguro de
haber tocado la felicidad con la punta de los dedos.
Javier
Lozano
26/06/2013
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