Un año más el curso va tocando a
su fin. Al final vendrán, como tantas veces nos decían cuando éramos
adolescentes, las lamentaciones. En estos momentos una maquinaria se empieza a
poner en funcionamiento aunque tal vez no sea la más adecuada. Es la hora en
que se buscan culpables en vez de analizar fríamente las circunstancias que han
llevado a unos resultados que no nos gustan, de reflexionar sobre la forma de
trabajar de nuestros hijos y alumnos y del control de su trabajo.
Todos
los años, a estas alturas del curso, ocurren las mismas cosas como si la vida
quisiera hacer un requiebro a estos alumnos nuestros. Llegan las prisas
momentáneas, esas que duran un instante nada más, lo que va desde nuestro aviso
y posterior reflexión al siguiente segundo en el que una mosca arrastra con su
leve y molesto vuelo todas sus intenciones.
Hace
no muchos días me encontraba a un antiguo alumno, Antonio, buena persona donde
las haya. Yo salía de clase de matemáticas de un grupo de segundo de la ESO y él
esperaba en el pasillo junto a la sala de profesores de mi departamento a la
que fue su profesora en el aula taller que le salvó la vida, aquel tiempo que
le enseñó a manejarse en un oficio entre máquinas, hierros y soldaduras de no
sé cuantos tipos. Al verme me saludó con esa sonrisa amplia y sincera que sólo
utilizamos cuando nos encontramos con gente que nos importa y eso me alegró,
confirmando mi teoría del trabajo bien hecho en su día, según la cual si
nuestros alumnos se acuerdan de algo que les dijimos o hicimos por ellos en
aquellos tiempos escolares años después, cuando ya han salido a la vida que se
desarrolla fuera de la burbuja de la escuela, es que nuestro trabajo mereció la
pena.
Mi
antiguo alumno me saludó efusivamente y me hizo las preguntas típicas después
de años sin vernos, para posteriormente explicarme el motivo de su visita a
nuestra escuela. Vengo a estudiar -me
dijo- lo que no hice cuando era pequeño lo tengo que hacer ahora que para trabajar… Antonio había llegado a la conclusión que yo
trato de inculcar a mis alumnos de la ESO año tras año y me temo que con poco
éxito, pues ellos no ven más allá de ese día o de esa semana en esos momentos.
A continuación hizo una reflexión como consecuencia de su experiencia tras
malgastar años de su adolescencia en secundaria haciendo dibujitos en clase o
enviando pequeñas notas a sus compañeros más o menos truculentas y
graciosillas. Sin pensarlo más, pero como si llevara meditando mucho tiempo lo
que iba a decir, como si esa idea le pesara y la quisiera soltar me dijo…
Javier, la ESO tendríamos que hacerla a partir de los veinte años.
La
frase de Antonio mostraba a partes iguales arrepentimiento y frustración,
aunque al menos reflejaba un sentido de responsabilidad tardía pero todavía
aprovechable. Tal vez aquella falta de reacción que no supo activar en su día,
hoy pueda convertirse en la chispa que dé más sentido a un futuro incipiente
pero oscuro por la situación laboral que le ha llevado de nuevo a las aulas.
Este caso es uno de tantos que se nos fueron de las manos, por no saber entre
todos los que rodeamos a nuestros hijos y alumnos qué hacer o cómo hacerlo, es
como si la inmediatez de la situación hubiera una vez más conseguido burlar al
talento de la persona.
Javier Lozano
28/03/13
A todos nosotros nos gustaría podernos enviar a nosotros mismos un menssje hacia el pasado... pero como no podemos, intentamos mandarselo a nuestros hijos.
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