domingo, 9 de febrero de 2014

Aquella memorable pintada

Esta mañana me he acercado al entierro de una tía de esas lejanas que todos tenemos, a la que de pequeños vimos tratarnos con mucho cariño y dejaron huella en nuestros corazones infantiles. Allí he saludado a sus hijos a los que hacía tiempo que no veía y en un momento me he visto rodeado agradablemente por la gente del pueblo, a la que veo cuando voy a pasar algún que otro fin de semana o en vacaciones y con la que me encanta conversar.

Cuando ya me iba a marchar, de entre todos, ha surgido un amigo de la infancia, vecino de calle y compañero de correrías por campos y callejas, ríos y caminos. Me ha saludado y hemos estado recordando aquellos tiempos de pantalón corto en los que la ingenuidad lo podía todo, en que la calle para correr, las cuestas con sus ignorados peligros y el río con un caudal más generoso que el actual no era impedimento para pasar al otro lado a por fruta de algún campo tras cruzarlo descalzos o chapotear un buen rato en sus aguas, mientras pescábamos cabezudos y arañuces, aquellos pequeños pececillos que se escurrían entre nuestras manos.

Qué tiempos aquellos en los que nuestras mayores preocupaciones en las tardes estivales eran volver a por la merienda, para regresar a nuestra aventura de nuevo, y a por la cena, muchas veces una tortilla en el pan, para salir otra vez a corretear por aquellas empinadas cuestas del pueblo hasta que las calles perdían sus niños y las oscuras esquinas, creadas por la mortecina luz de las bombillas bamboleantes que colgaban de las maltrechas paredes de las viejas fachadas, nos empujaban a nuestras casas a protegernos de la noche.

Siempre me he preguntado dónde perdimos esa ingenuidad, dónde quedó la libertad que nos permitía correr, jugar, pescar, reír, querer… todo aquello que nos hacía felices y que hoy de adultos echamos tanto de menos. Ya sé, uno va creciendo al igual que los compromisos y las responsabilidades, pero sigo creyendo que hay un día en que esta sociedad nos obliga sutilmente a meter el dedo en el raíl y no podemos salirnos ya más de él sin ser tachados de mil cosas colgando de nosotros calificativos que hacen la vida más complicada a cuantos tienen la osadía, y a veces la valentía, de traspasar la raya de los convencionalismos que divide realidades tan semejantes como dispares. Cada vez entiendo más por qué elegí mi querida profesión y a quien escribió en la pared de uno de los rellanos de la Escuela de Magisterio de Zaragoza, hoy llamada Facultad de Educación, aquella frase que se me quedó grabada para siempre y que decía a los cuatro vientos… “Quien no sea como una de estos pequeños no entrará en el reino de la Pedagogía”


                                      Javier 09/02/2014

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